¡Qué lindo! ¿Cómo se llama?

ACTO 1
Personajes:
SANTI, un niño de 10 años.
MILI, su hermana de 8.
MAMÁ

(Una cocina-comedor, MILI Y SANTI llegan de la escuela: entran por la izquierda)

MILI: ¡Le voy a decir a mamá!

SANTI: ¡No le vas a decir, porque te interesa tanto como a mí!

MILI: Ni loca nos va a dejar quedárnoslo…

SANTI: Por eso… ¡No hay que decirle nada!

MILI: ¿Y el lunes qué? ¿Lo llevamos al cole?

SANTI: (duda) Capaz…

MILI: (Sacando el cachorro la mochila) A ver, damelo. Se va a asfixiar ahí adentro, el pobre (lo deja en el piso). Dale algo de comer.

(Santi abre una caja de cereales, los tira al piso y el cachorro come)

MILI: ¡Claro, así mamá no se va a enterar nunca! ¡Re normal tirar la comida al piso! ¡Sos un salame!

SANTI: Bueno, che. No tuve tiempo de comprarle un comedero.   

(Mili abre la alacena y saca un platito, descarga en él la caja de cereales; se lo acerca al perro)

MILI: Así… Muy bien, Colita.

SANTI: ¿Qué Colita? ¡Se llama Dibu Martínez!

MILI: ¡Cualquiera! ¿Cómo le vas a poner apellido?

SANTI: Bueno, decile Dibu, y listo.

(Se escucha un ruido de llaves, MILI y SANTI se miran con pánico. MILI mete el perro otra vez en la mochila).

MAMÁ: (abre la puerta, por la izquierda) Hola, ¡Llegueeé!

MILI Y SANTI: (a dúo, poniendo cara de santos) ¡Holaaaaa!

(MAMÁ pisa los cereales)

MAMÁ: ¿Y esto?

MILI: ¡Fue Santi! Ya lo conocés, mamá. ¡Es un torpe!

SANTI (sonríe falsamente): ¡Siiií, soy tan torpe yo!

MAMÁ: (a SANTI) Andá a buscar una escoba. Si no, vamos a arrastrar cereales por toda la casa.  

(SANTI obedece y comienza a barrer. Mira con enojo a su hermana)

MILI: Barré ahí también, Santiago. ¡Mirá el desastre que hiciste!

MAMÁ: Me voy a dar un baño, mientras. (sale de escena, por la derecha)

SANTI: (suelta la escoba) ¡Te voy a matar!

MILI: Deberías agradecerme. Te quedaste duro cuando pisó los cereales. Si no fuera por mí, ya habría descubierto a Colita.

SANTI: ¡Dibu!

MILI: ¡Vos llamalo como quieras! (saca otra vez al perro de la mochila) Vení, Colita, que te libero.

(El perro sale corriendo y desaparece detrás de un sillón)

SANTI: A ver, pongamos reglas. El perro lo encontré yo. El nombre lo pongo yo.

MILI: ¡Entonces le cuento a mamá! (grita) ¡Mamaaaaaaaaá!

SANTI (se desespera, le tapa la boca): ¡Está bien, está bien, callate! Después vemos cómo lo llamamos. ¿Dónde está?

MILI: ¿Quién?

SANTI: El perro ¿quién va a ser?

MILI: Ah… (levanta los hombros) ¡Yo que sé, por allá!

(Encima del sillón empiezan a volar plumas)

SANTI: (en voz baja) Dibu, ¿qué hiciste?

MILI: (con autoridad) ¡Colita!

(SANTI intenta meter las plumas en el almohadón del sillón, pero no puede. Son demasiadas. El perro desaparece por la izquierda)

SANTI (buscándolo): ¿Y ahora adónde fue?

MILI: ¡Al baño!

(Los dos se miran, preocupados)

Mamá: (desde el baño, fuera de escena) ¡Chicooooooos, qué hacen?

(El perro vuelve a aparecer en escena, lleva en la boca la punta de un papel higiénico, que se despliega mientras él avanza. Los chicos intentan agarrarlo y el perro no se deja: el papel higiénico va formando un camino cada vez más largo). 

SANTI: (salta por encima del sillón y lo agarra) ¡Te tengo!

(Se escuchan pasos, SANTI se pone contra la pared y esconde el perro en su espalda)

MAMÁ: (enojada, con una toalla en el pelo) ¿Se puede saber a qué están jugando?

MILI: ¡Fue Santiago! ¡Yo le dije que te ibas a enojar, pero él seguía diciendo que era divertido!

MAMÁ: (mira a Santiago, enojada) ¿No tenés nada para decir, vos?

SANTI: Eeeh… (intenta una sonrisa) ¡Soy tan chistoso, yo!

MAMÁ: ¡Bueno, chistoso! Vas a tener que ordenar todo esto.

MILI: (señalando el sillón) ¡Y mirá lo que le hizo al almohadón, lo desplumó!

MAMÁ: Santiago, la verdad, ¡te desconozco! Y encima parado ahí, como una estatua. ¡Vamos, a ordenar! Y el papel higiénico lo volvés a enrollar, que los tiempos no están para tirar nada.

(La madre vuelve a desaparecer por la derecha)

SANTI: ¡Sos una buchona, nena!

MILI: ¿Qué buchona? ¡A Colita no lo delaté! (Le saca el perro, le empieza dar besitos)

SANTI: ¿No me pensás ayudar?

MILI: (ignorando a su hermano) ¿Tenés sed, Colita?

(MILI suelta al perro, que empieza a olisquear. Ella llena un platito con agua)

SANTI: Che, está oliendo demasiado… (lo levanta, pero el perro ya comenzó a hacer pis. Queda un charco enorme en medio de la cocina)

MAMÁ: (acercándose por la derecha) ¿Qué quieren cenar?

(SANTI vuelve a meter al perro en la mochila, mira el charco de pis y a su hermana, que le tira el plato de agua sobre el pantalón justo antes de que MAMÁ entre a escena)

MAMÁ: (mirando el charco de pis) ¿Y esto?

MILI: ¡Es un chancho, mamá! (señalando a Santi, que está rojo de vergüenza y tiene los pantalones mojados) ¡Yo le dije que fuera al baño!

(APAGÓN)

***

Acto 2
Personajes:
MAMÁ
SANTI
MILI
VECINO

(Mañana siguiente. Un patio. MAMÁ, SANTI y MILI conversan en pijama mientras desayunan en una mesa de jardín, el cachorro deambula alrededor)

MAMÁ: Estoy muy decepcionada, no puedo creer que me hayan mentido así. El perro se quedó en casa solo porque era viernes y teníamos el fin de semana para pensar qué hacer.

SANTI: ¿Qué hay que pensar, mamá? ¡Dibu se porta rebien!

(el cachorro arrastra una maceta con los dientes y la tira al piso, haciéndola pedazos)

MAMÁ: ¡Sí, mirá lo bien que se porta! ¡Lo voy a matar, con lo que me costó que prendiera ese jazmín!

(SANTI desaparece por la izquierda y vuelve con escoba y palita)

MILI: ¿Es un mal momento para decir que se llama Colita?

MAMÁ: No se llama de ninguna manera porque no es nuestro. Ya bastante tengo con los loros, que me comen la Santa Rita. ¡Este perro se va!

MILI: (lo levanta, se lo muestra) ¡Miralo, si es más tierno! ¡Tiene cara de Colita!

SANTI: (enojado) ¡Tiene cara de Dibu Martínez!

(El cachorro comienza a hacer pis, moja al piso y a MILI, que lo suelta y desparece por la izquierda. Vuelve ya cambiada, con un trapo y un balde)

VECINO: (asomado por la medianera, con unas tijeras de podar empareja una enredadera) ¡Buenos diiiías, familia!

MAMÁ, SANTI y MILI: ¡Buenos días!

VECINO: ¡Pero qué cachorro más monono! ¿Cómo se llama?

SANTI: ¡Dibu Martínez!

MILI: ¡Colita!

MAMÁ: ¡No tiene nombre porque se va!

VECINO: Uy, qué nombre más largo (pronuncia todas las palabras juntas sin respirar) Dibu-Martinez-Colita-No-Tiene-Nombre-Porque-Se-Va.

(El cachorro ladra)

VECINO: Sí, amigo, te entiendo. Les va a salir caro mandar a grabar una medallita con tu nombre. ¡Si llegan a cobrar por letra grabada, están al horno!

(Los chicos no le prestan atención, SANTI está terminando de juntar los pedazos de maceta y MILI pasa el trapo)

VECINO: Qué maravilla los perritos ¿no? ¿Quién diría que sus hijos estarían tan hacendosos?

(MAMÁ los mira y asiente con una sonrisa, bebe un sorbo de café. El cachorro le lame los tobillos y ella se ríe por las cosquillas)

MAMÁ: (al perro, tratando de ponerse seria) Salí de acá, que me mojás las pantuflas. (Al vecino) Dígame, que usted sabe de jardinería. ¿Qué se puede hacer con los loros? ¡Mire como me dejan la Santa Rita! ¡No hay forma de espantarlos!

(Se siente el parloteo de los loros que se acercan, en bandada)

VECINO: ¡Hablando de Roma! ¡Ahí vienen! Imposible evitarlos, qué quiere que le diga.

(Los loros amagan con estacionarse sobre la Santa Rita pero el cachorro se pone en guardia, les ladra con enojo hasta que por fin se van)

VECINO: ¡Mire usted, Dibu-Martinez-Colita-No-Tiene-nombre-porque-se-va! Más efectivo que un cuervo para espantar los loros. ¡y usted que me preguntaba!

(Mamá vuelve a tomar un sorbo de café, pensativa. Se ríe otra vez, porque el perro vuelve a lamerle los tobillos)

MAMÁ: (intentando ponerse seria, al perro) Salí de acá. ¡Chus, chus! (le arroja una ramita)

(El cachorro corre a buscarla y la trae otra vez a sus pies)

SANTI: ¡Mamá, le enseñaste a jugar! ¡Muy bien, Dibu! (lo acaricia)

MILI: ¡Ahora yo! (toma la ramita y se la arroja) ¡Andá a buscarla, Colita!

(El cachorro obedece, mueve la cola. SANTI, MILI, MAMÁ y VECINO aplauden y vitorean)

MAMÁ: (al perro) ¡Sos inteligente, eh!

VECINO: (sin dejar de podar) Y otra no le queda, ya solo para aprenderse el nombre ese que tiene, hay que ser un perro de la NASA.

MAMÁ: (preocupada, al vecino) Tenga cuidado con esa rama, justo la nena está jugando abajo…

VECINO: ¡Pero tranquila, señora! ¿No me creerá tan irresponsable? (hace un mal movimiento y suelta la tijera, la ataja en el aire pero trastabilla, se siente el sonido de una rama quebrada)

MAMÁ: (asustada) ¡Mili, cuidadooooo!

(El cachorro pega un salto y en el aire agarra la rama, que no llega a tocar a MILI)

SANTI: ¡Grande, Dibu!

MILI: ¡Colita, me salvaste!

VECINO (con alivio): ¡Ese perro es un titán!

MAMÁ (toma el perro en brazos, y él le lame la cara): Mmm, sí… ¡Tiene cara de Titán! ¿Qué les parece, chicos, si lo llamamos Titán?

(SANTI y MILI saltan sobre su MAMÁ y la abrazan. Titán ladra, moviendo la cola).

VECINO: No digo que esté mal, eh. Por lo menos, le va a salir más barato grabarlo en la cadenita. Pero el otro nombre, señora ¿qué quiere que le diga? ¡Era más original!   

(APAGÓN)

Una idea congelada

Al principio, la idea de Nanuk no me gustó.

—¿Vender helados aquí, en el Ártico? —le dije, sacudiéndome la escarcha de las plumas. 

Y como no podía entender que no viera lo más obvio, también se lo planteé:

—¿De qué gustos? Si acá solamente hay nieve.

Ahí nomás se puso en acción. Fue un espectáculo inusual: no todos los días se ve un oso polar yendo y viniendo, oliendo todo a su paso, dejando un surco sobre el hielo. Fuimos testigos, todos. Porque todos lo vimos recolectar nieve. Clasificarla en capullos de clavel ártico (la única flor que crece por acá). Y meterse al agua para volver con un montón de algas que, después supimos, usaría para decorar.

Lo único que nadie vio fue el ingrediente secreto, que sin duda es fundamental. Porque la verdad sea dicha: su helado es espectacular. Y los gustos, riquísimos: nieve escarchada, nieve recién caída, nieve del aire, nieve del suelo, nieve ventosa, nieve granizada, nieve a punto nieve, nieve mojada, nieve congelada, súper nieve Nanuk.   

Su negocito habría continuado más, si no fuera porque yo metí el pico. No me siento orgullosa, pero las cosas no resultaron mal. Además, ¿para qué sirve una gaviota si no es para llevar mensajes de una punta otra?

Volé hasta la Antártida (al otro lado del mundo) y se lo conté a un pingüino. Y él, a una estrella de mar. Y ella, a una foca leopardo. En fin: ese mismo día me encargaron 6458 helados, así que emprendí vuelo con mi lista bajo el ala.

Cuando aterricé nuevamente en casa, Nanuk ya estaba agotado. Ojeroso, miraba la larga fila de clientes que nunca terminaba. Y claro, cuando vio mi lista colapsó.

Dio un zarpazo sobre los helados en exposición, pegó un gruñido feroz y se fue a dormir la siesta.

—¿Cuándo volvés? —le preguntó una morsa. Él rugió:

—¡Jamás!

Todos (desde el búho de las nieves hasta el zorro polar) se enojaron conmigo. Y eso sin contar a los 6458 clientes que me esperaban en la Antártida. Debía limpiar mi buen nombre y, sobre todo, volver a comerme un helado de Nanuk, así que pensé una estrategia de negocios.   

Ahora somos Nanuk y asociados. Tenemos recolectores de nieve, buscadores de algas, clasificadores, una sección de empaque y una transportista, que soy yo. Nanuk solo se levanta para añadir su ingrediente secreto, así que anda descansado y con mejor humor.

Eso que todavía no le di la noticia: nos vamos a expandir al Amazonas. Mañana me encuentro con un tucán para ver cómo resolvemos la cadena de frío. Tal vez podamos agregar nuevos gustos, como Agua descongelada o Nieve que se derritió.

Decidirá Nanuk, cuando se despierte.

La transformación

¿Si lo imaginé? Por supuesto que no. Fue una mañana igual a cualquier otra. Yo entré por la ventana y Ella ni se inmutó. Estaba entretenida con sus mejunjes, como siempre recitando sus versos raros:

Vuelan los cuervos y los dragones

Vuelan estrellas y moscardones

Vuela la magia de mis abuelas

de los anillos, las habichuelas.

Vuela un hechizo y casi lo atrapo,

vuela y transformo ranas y sapos

en hormiguitas y caracoles

¡abracadabra, magia y frijoles!

No me quedé a mirar. Ya conozco sus hechizos de transformaciones. Sabía que después de esos versos raros íbamos a tener la cocina llena de intrusos. Hormigas en la azucarera y baba de caracol por toda la mesada. Eso, hasta que cambiara de idea. Entonces convertiría las hormigas y los caracoles en conejos y liebres. Y después, los conejos y liebres en ratones y murciélagos. ¡Si la conoceré!

Así que me fui directo al almohadón, lo más tranquilo. Había pasado toda la noche despierto, en el callejón, con mi pandilla. Participamos en alguna pelea (siempre hay que demostrar que uno tiene bien puestos los bigotes), nos comimos las sobras que tiró el pescadero y nos revolcamos un rato sobre los desperdicios, para que el olorcito a calle se nos quede bien impregnado entre los pelos.

En fin, ¡estaba exhausto! Y el sueño me fue llevando. En mi cabeza empezaron a sucederse una serie de imágenes sin relación ni sentido: el ronroneo de la gata de al lado, una hormiga patinando en baba de caracol, Ella revolviendo su enorme caldero, yo saboreando las espinas de un filet apestoso. Y de pronto, su voz de trueno diciendo “apestoso, apestoso” y este olorcito a tufo, tan familiar y tan mío, que me llenaba los pulmones.

Entonces, de la nada, sin que yo entendiera muy bien lo que pasaba, con mi mente todavía perdida entre las imágenes dispersas y hediondas de mi sueño, sentí sus dedos huesudos sobre mi pescuezo:

–¡Arriba, Sombra! ¡Vamos, que necesito un gato apestoso para la transformación!

Salté como un cobarde. Tanto, que llegué hasta la enorme lámpara del techo que, por el balanceo y mis garras afiladísimas, comenzó a desplomarse. Ella gritaba desde abajo:

–¡No seas ridículo, Sombra! Por mucho que te resistas, te voy a transformar igual.

Empecé a temblar como una gelatina. ¿En qué me trasformaría, en una cucaracha? ¡A mí me gusta mi vida gatuna! ¡Me gustan mis bigotes, mis orejitas paradas, mis garras superpoderosas!

Que nada pueden hacer contra sus hechizos, claro. Porque las garras se me desprendieron de golpe y sin que yo pudiera evitarlo.

Y aquí estoy, vencido. Con la cabeza llena de espuma, perdiendo mi adorable hedor. Y lo peor: soportando sus malditos versos raros:  

Desaparece, gato apestoso

que venga otro más glamoroso

Abracadabra, agua y jabón,

¡que se complete la transformación!

Y Sí, lo reconozco: hubiera preferido que me convierta en cucaracha.

Elijo creer

Mamá dice que lo de Lobo fue casualidad. Que no tuvo nada que ver el nombre: le puse así porque se parecía y punto. Cómo nos íbamos a imaginar, en medio de una ciudad y rodeados de edificios, que podía pasar lo que pasó. Ni el doctor Vera lo entiende todavía.

Cuando se lo llevamos, siendo un cachorro, lo revisó como a cualquier perro. Le escuchó el corazón, le miró los dientes, le puso una vacuna.

–Muy bien, Lobito. Estás sano –le dijo, y nosotros nos fuimos de lo más contentos para casa.

Esa misma noche empezó a aullarle a la luna. Pero eso no nos hizo sospechar, no todavía.  

–Son los genes del lobo –me explicó papá–, porque los perros descienden de los lobos ¿lo sabías?

Y no, no lo sabía. Pero lo busqué en Google y vi que papá tenía razón. El término científico es canis lupus, yel primer perro (prehistórico) vivió hace 33.000 años en Siberia. Antes de eso, todos eran lobos. Me pareció alucinante que le hubiera puesto el nombre, sin saber.

Al principio Lobo se comportaba como un perro cualquiera (salvo esa extravagancia de aullarle a la luna). Comía todo su alimento balanceado, dormía, jugaba conmigo y así todo el día. Lógicamente, enseguida empezó a crecer y tuvimos que cambiarle el almohadón donde dormía.

Tenía las patas más largas, se había vuelto cabezón y empezaba a caminar raro. 

–Parece una top model –dijo papá, que fue el que se dio cuenta de que Lobo apoyaba su pata trasera exactamente en el mismo lugar en donde antes había puesto la delantera. Era un capo del equilibrio, mi Lobito.

Pero un día se enfermó de la panza. El doctor Vera le quitó el alimento balanceado y le dijo a mi mamá que le preparara arroz, por lo menos hasta ver qué tenía. Le hizo un montón de análisis y nos mandó con muchas recomendaciones a casa.

Lobo no se puso mejor, todo lo contrario. Y tuvimos que volver a la Veterinaria.

Y entonces el doctor Vera sospechó. Primero hizo un repaso en voz alta:

–Camina erguido, le hace mal el arroz e incluso el alimento balanceado…

Después, agarró el teléfono y llamó a la doctora “Algo”. Me emocioné cuando dijo canis lupus. Me sentí importante, como parte de esa reunión de expertos veterinarios.

–Es musculoso, sí. Hocico largo, también… –dijo sin soltar el teléfono mientras acariciaba la trompa de Lobo. Después nos miró a nosotros–, ¿es sociable?

–Re –dije yo, aunque mamá movió la cabeza como diciendo “más o menos”. Porque, la verdad, solo me daba bolilla a mí.

Lo demás se lo imaginan. Mamá le dio un corte de carne (“Ni lo cocine”, le dijo el doctor Vera), y esa fue la prueba de oro. Lobo se puso rebien después de comerlo con ganas.

El día que se lo llevaron lloré toda la tarde. 

–Tenés que entender. Es un animal salvaje, tiene que estar con su manada–Y blablablá. La cuestión es que me dejaron sin Lobo.

Y ahora me quieren conformar con un pececito. Ya tuvimos mucho por este año, dice mamá. Un pececito es menos riesgo, cero stress. Una apuesta segura.

Todavía no le dije que le voy a poner Tiburón. Ni le voy a decir, por las dudas. Que se entere, en todo caso, cuando tengamos que cambiarle la pecera.    

El tiempo pasa

El padre salió de caza
el niño espera el regreso
jugando al lado del fuego
con pedacitos de huesos.

En tiempos de faraones
comparten un tiempo juntos
dos niños que van pateando
una pelota de junco.

En la era de Julio César
una mañana de abril
arrastran dos hermanitos
su carroza de marfil.

Dos príncipes pequeñines,
en tiempos de caballeros,
se pasan la tarde entera
con un juego de tablero.

En una corte lejana,
en medio de un gran salón
una niña está vistiendo
su muñeca de cartón.

En tiempos de carreteras
y producción industrial
Juega un niño en la vereda
con autitos de metal.

Desfilan después muñecas
de porcelana y de cera,
los soldaditos de plomo,
los caballos de madera.

¿Y qué otros juegos siguieron?
¿Te animás a continuar?
Te va a servir esta lista
si te quedás sin señal.  

Gira la rueda

Casi cayendo del mapa,
bien en el sur argentino
en un invierno muy blanco
nació un pichón de pingüino.

Entre las patas del padre,
para esconderse del frío,
se hace un bollito y se ubica
como si fuera su nido.

Los dos esperan, pacientes,
La llegada de mamá
que fue a buscar provisiones
a lo profundo del mar.

Y ay, qué feliz gimotea
cuando la ve regresar.
Celebran los tres contentos
el reencuentro familiar.

Comparten pequeños peces,
arenques y calamar,
y ya más fuerte el polluelo
quiere salir a explorar.

Primero da dos pasitos
y hasta se anima a bailar.
Patina también de panza
y pronto nada en el mar

Se va volviendo más grande,
más fuerte, más decidido.
Sus plumas ya lo protegen
con sus dos capas de abrigo.

Y un día, sin esperarlo
encuentra una compañera
y el ciclo vuelve a empezar
y gira otra vez la rueda.

El secreto

Las cosas cambian. En un minuto sos una nena indefensa en el medio del bosque y en el siguiente, pum, te convertís en bruja. Para mí también es todo muy nuevito, no tengo todas las respuestas. Creo que un poco influye cómo me siento. Digo, para que mis poderes se activen yo tengo que sentir un montón. Rabia, por ejemplo. Que fue lo que sentí cuando te obsesionaste con las miguitas.

Estábamos con hambre, Hansel. Teníamos un solo pan para comer, y vos lo malgastaste en una idea absurda. Porque era absurda, y no inteligentísima como vos creías. Me dio tanta rabia que se me ocurrió pensar: “Ojala los petirrojos se coman todas las miguitas”. Y entonces pum, pasó. Vino una bandada que de a picotazos te borró el camino.

–Tenías razón –me dijiste, con los ojitos culpables. Y a mí se me rompió el alma, te confieso.

–Olvidate –te dije yo–. Acá nomás vamos a encontrar la mejor merienda del mundo, vas a ver.

Y pum, apareció la casa. Aunque no estoy segura de haber sido yo. Por intuición de bruja adiviné que era una trampa. Pero vos estabas tan emocionado relamiendo la ventana, que lo dejé pasar. Lo mismo cuando apareció la bruja.

–Qué ancianita más simpática –me dijiste.

Y bueno, habías pasado un día tan difícil… Además, trampa o no, la casa era una casa: un lugar donde podíamos dormir. Así que te dije que sí, que la ancianita era una divina total.

Y en el fondo no me equivoqué tanto. Bueno, un poco sí, porque divina no era. Pero a mí me enseñó muchas cosas. Como a controlar lo que deseo. Porque yo te quiero, Hansel. De verdad, pero a veces no te soporto. Y no sé si fue el exceso de azúcar o qué, pero esa noche no parabas de hablar como loro, y yo solo quería dormir. Y bueno: un pensamiento me llevó al otro y de golpe: pum, apareciste adentro de la jaula. No me mires así, que tampoco me siento orgullosa de eso.  

Además, el huesito también te lo di yo. No todas las cosas que hice fueron malas. La bruja estaba decidida a devorarte en cuanto engordaras, y había que ganar tiempo. Tiempo para que no te comiera a vos y tiempo para que me enseñara a mí. No pongas esa cara ¿qué pensabas? ¿qué en todas las jaulas hay huesitos? Fue un hechizo sonso, de los primeros que probé. Y en realidad no me salió muy bien, porque lo que yo quería mandarte era una aguja de esas como de sastre. Pero bueno: el huesito también sirvió, por suerte.

Lo demás, ya lo sabés. Para cuando la bruja dijo basta, yo ya había aprendido un montón de cosas. Y además, estaba el miedo. Me temblaron las piernas de solo pensar que iba a perderte. Y mirá, no sé si fue la magia o ese miedo el que me hizo empujarla así, con tanta fuerza. Con una fuerza que ni yo sabía que tenía.

¿Entendés por qué no quiero irme, Hansel? ¿Entendés que acá está todo lo que necesito yo? Si vos querés volver a casa, bueno. Yo misma te dibujo el camino de regreso. Con miguitas, si querés. Y también te puedo dar una bolsa llena de diamantes (es un hechizo de los facilitos) y dos o tres perdices para que coman felices, con papá.  

Pero cuidado, eh. No me quiero enterar que andás contando mi secreto. Mirá que a mí me basta un solo chasquido para convertirte en sapo.       

El Reclamo de Caperucita

Ilustración de Paola De Gaudio

FORMULARIO DE RECLAMO

Nombre y apellido: No lo recuerdo.
Domicilio: del otro lado del bosque.
Señas particulares: Caperuza roja, canasta con cosas ricas, estatura mediana (tirando a baja).

Rol en Muy Muy lejano: (señale con una cruz)
Protagonista X
Personaje secundario
Villano
Extra

Motivo del reclamo (señale con una cruz)
Final insatisfactorio
Problemas de vestuario X
Falta de presupuesto
Otro

Reclamo (por favor sea breve)

Solicito que me permitan renovar mi vestuario después de tantos años. Hace ya varios siglos que en todos los libros para niños me muestran con mi caperuza roja y, aunque tengo varias de repuesto en el armario, siento que ya es hora de hacer un cambio. Tengo razones de peso, por supuesto. Las enumero a continuación.

1. El color no me sienta bien (me hace ver muy pálida).

2. Entre tanto verde, el rojo llama la atención en el bosque: al lobo le basta un solo vistazo para localizarme.

3. El vestuario me trae problemas de identidad: como todo el mundo me llama Caperucita roja, ya he olvidado mi nombre.

4. Me siento encasillada (estoy cansada de representar, una y otra vez, el mismo cuento).

5. Las telas se desgastan y decoloran, aun en Muy Muy Lejano, y entonces todas las caperuzas que tengo en el armario tienen diferentes tonos. A veces voy de rojo intenso, otras de bordó. Incluso tengo una tirando a rosado (mi mamá no solamente es descuidada conmigo, que me manda a cruzar el bosque sola; tampoco es cuidadosa con la lavandina).

6. Relacionado con el punto anterior: las diferentes tonalidades de mis caperuzas me han traído problemas de identificación. Difícil ver a Caperucita roja, cuando va de rosa.

7. En verano me gustaría andar sin tanto abrigo. El calentamiento global también es un problema de este lado del mundo.

8 (y última).  Todos tenemos derecho a quejarnos cuando algo nos parece injusto, incómodo o inapropiado.

Por todo lo que expuse arriba, espero que el Comité a cargo de la difusión de los cuentos de hadas haga caso a mi petición y me permita renovar mi guardarropa sin limitación en cuanto a la prenda y el color. Quiero tener alguna caperuza, sí; pero también bermudas, remeras, musculosas, vestidos y pantalones. Y sobre, todo, exijo ampliar la paleta de colores. Incluso me encantaría probar alguna tela estampada, un cuadrillé o un rayadito me gustarían especialmente.  

Caperucita roja (por ahora)

Firma del reclamante

Limericks viajeros

1.

Hubo un piojo que viajó de mochilero
Y escaló como alpinista, muy ligero
No fue una gran hazaña
No era una montaña:
aquello que subió fue un hormiguero.

2.

Me cuentan de una abeja paseandera
Que un día se vistió de marinera
Un poco navegó
No mucho, digo yo:
viajó por el cordón de la vereda.

3.

Yo lo vi al caracol con su maleta
Y me dijo “yo me voy de este planeta”
No cambió de Nación
Ni salió del balcón
Apenas se ha mudado de maceta.

El cuarto de las esferas

Cuando desapareció África, culpé a Páez. ¿Quién más podría haber sido? De todos mis vecinos, era el único que la miraba mal. Le molestaban sus ladridos, su tamaño y sus rulos. Que es chillona, que parece una rata de tan chiquita, que sus pelos vuelan hasta su casa y hay que ver el tiempo que pierde recogiéndolos. 

–¡Pero no, Uli! –me dijo mamá–. Es un viejo cascarrabias… Pero de ahí a secuestrar un perro. ¡No es capaz!

–Sí es capaz–acotó papá–. De eso y de mucho más.

Mamá casi se lo devora con los ojos, por lo que no tardó ni dos minutos en rematar la frase:

– …lo que no significa que lo haya hecho, claro.

Por eso la busqué a Lina. Sabía que nadie más en el barrio iba a tomarme en serio. Ella sí me iba a ayudar. Además era la única que de verdad enfrentaba a Páez, el resto (como mi papá) se quejaban de él a puertas cerradas pero no se animaban a discutirle en nada. 

Entré a su casa de té después del mediodía. Estaba cerrada al público, pero, como siempre, había dejado la puerta sin llave. Lina era de esas vecinas que confiaba en todo el mundo, y aunque tenía su propio negocio (la casa de té) no era buena comerciante: nos fiaba a todos. A mí el lugar me gustaba, estaba lleno de sorpresas. Una escalera al sótano debajo de la alfombra. Una falsa estantería que en realidad era una puerta (y la única forma de llegar a la cocina). Y lo mejor de todo: el cuarto de las esferas.

A África y a mí nos encantaba, pero creo que por motivos diferentes. A ella la alegría le entraba por el olfato. Era traspasar la puerta y ya empezaba a husmear en cada esquina. Raspaba el piso de madera, como queriendo escarbar.   

A mí, en cambio, me interesaban las esferas. No eran exactamente de esas que se ven en épocas navideñas, aunque sí bastante parecidas. Un poco más grandes, quizá. Y no había que darlas vuelta para que apareciera el “efecto nieve”. Cada tanto tiempo (a veces pasaban dos minutos, a veces cinco, a veces diez) en todas las esferas a la vez, comenzaba a nevar. ¡Era mágico!

Había una explicación racional para eso: Lina había mandado a poner un circuito eléctrico que pasaba por debajo de las estanterías. O algo así me contó. Por eso no me dejaba tocarlas: “Bajo ningún concepto, en ninguna circunstancia, Ulises”.

A mí me costaba no tocarlas: adentro tenían unos escenarios buenísimos, y ninguno era igual a otro.  Y era loco, porque la nieve caía sobre un dormitorio o una sala de cine o un garage. Esa, la del garage, era mi esfera preferida. Supongo que porque tenía una camioneta roja de esas que me hubiera gustado tener cuando era más chico y jugaba con los autitos. Y por otro montón de detalles que también me divertían: una pelota, una bicicleta desinflada, una cucha de perro, una escalera. ¡Parecía un garage de verdad!

Después de haber golpeado las manos varias veces para avisarle a Lina que estaba allí (y viendo que no había obtenido ninguna respuesta) decidí entrar a buscarla. Empecé por la cocina: abrí la puerta-estantería, nada. Corrí la alfombra y pispié el sótano. Silencio total. Quedaba solo el cuarto de las esferas, pero para eso debía traspasar el patio interno que estaba en la otra punta.

Me habrá llevado, no sé, cinco minutos llegar hasta ahí. Pero me demoré otros veinte en mover el picaporte para entrar. Me quedé parado, escuchando lo que pasaba al otro lado. Al principio por curiosidad: una de las voces era de Lina ¿Pero la otra? Me di cuenta de que era la de Páez cuando gritó “¡Bruja!”. Ronca, violentamente.

Me sentí mal conmigo mismo por no reaccionar. El viejo no solo me había robado a mi perra. Ahora le estaba gritando a una persona que era importante para mí, que yo quería de verdad; pero me dio miedo defenderla. Pensé en volver atrás, ir a mi casa, llamar a papá. Mis piernas no respondían ni para eso.

–¡Sé exactamente cómo destruirte! –gritó Páez esta vez.

Lo siguiente que escuché fue un ladrido. Su ladrido. ¡África estaba ahí! Entonces ya no pensé: simplemente moví el picaporte y me lancé adentro del cuarto.

Es difícil explicar lo que vi adentro. Me cuesta todavía entenderlo. Hay un montón de detalles que no logro ubicar en escena. Mi atención estaba completamente absorbida por un enorme agujero negro (no puedo llamarlo de otra forma, porque era precisamente eso, una suerte de agujero negro interestelar, como esos que abre el doctor Strange en las películas de Marvel). Supongo que el resto del cuarto estaba igual, que las esferas estaban sobre sus estanterías como siempre, que Páez y Lina se habrán sobresaltado al verme, que alguno habrá intentado algo. Pero no sé, todo lo que recuerdo ahora es ese enorme agujero negro y el ladrido de África al otro lado. Y después, la advertencia de Páez:

–¡Corré, neneeeee!

Y que Lina, con una fuerza inexplicable y maligna, me empujó a las profundidades de este mundo que todavía no entiendo.

Nieva. África no se despega de mi lado. Por suerte, la camioneta está abierta y así tenemos un reparo. No me animé a tocar lo demás: ni la pelota, ni la bicicleta, ni la cucha del perro, ni la escalera.

Solo pienso en Páez. En si habrá dicho la verdad, ¿sabrá cómo destruirla, podrá sacarnos de aquí? ¡Cuánto me equivoqué con él! Y con esta maldita esfera, que ya no me parece tan perfecta.