¡Tengo un zombie! (capítulo final)

Reglamento para un zombie

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Ilus de Maine Diaz

Está bien: tuvimos suerte. Después de que yo hiciera la volcada, nadie prestó atención a las quejas de don Aníbal. Todavía no puedo creer que los de Primera hayan jugado con nosotros ¡ni sabía que entrenaban en ese horario! Dicen que escucharon el pique y que nos vieron tan metidos en el juego que quisieron participar. Sí, participar. Ellos en nuestro juego ¿no es loco?

Como sea, le dije a Bauti que no podíamos arriesgarnos más. Estuvimos demasiado cerca. ¡Demasiado!

—Hay que educarlo a Ojos —más que decir, se lo ordené.

Y Bauti estuvo de acuerdo. Por eso redactamos el reglamento y le dijimos los dos, con la cara más seria que nos salió:

—Mirá, Ojos, si querés quedarte con nosotros tenés que seguir algunas reglas.

Y ahí nomás se las leímos.

  1. No salir (bajo ninguna circunstancia, jamás de los jamases, nunca de los nuncas y por los siglos de los siglos) del escondite asignado (llámese mochila, detrás de la cortina, bajo de la cama, baño del club).
  2. Mantenerse lejos de la Play, especialmente los días de lluvia (Por las dudas: no queremos perderte).
  3. No dejar nada olvidado por ahí: cada uno es responsable de sus dedos, ojos, orejas, nariz, piernas y brazos. Ni hablar de la cabeza: mantenerla siempre pegada al cuello (salvo que la necesitemos para entrenar, claro).
  4. Relacionado con el punto anterior: tener en cuenta que la casa no se hace responsable en caso de que el Coki se coma las partes extraviadas. Es sabido que a los perros les gusta la carne ─y muy especialmente la podrida─, más que el alimento balanceado.
  5. Mantener los ojos lejos del metegol y las orejas fuera de la lata de galletitas.
  6. Evitar ruidos molestos cuando hay adultos cerca. Nada de “Aaagh”, ni andar arrastrando el paso. (Muy especialmente si la tía Leila está meditando).
  7. Basta de hacerle bromas a don Aníbal (no ponerle la traba, no tirarle del pelo, no hacerle cosquillas en los pies). Sabemos que es un pesado, pero nos da pena.
  8. No intervenir en ningún partido: aguantar las ganas de seguirnos y mantener el cuerpo armado y escondido todo el tiempo (si es necesario, remitirse otra vez a la regla número 1).
  9. Tomar leche de alpiste dos veces al día, para mejorar el cutis y evitar el resquebrajamiento de la piel.
  10. Mantener la boca cerrada todo el tiempo. O lavarse los dientes más seguido.

Como no es muy lúcido que digamos, nos dio trabajo hacérselo entender. Pero con el tiempo vamos progresando.

Además, por suerte la mamá de Bauti es medio corta de vista: el otro día confundió un ojo con una pelotita de metegol. Y ayer, una oreja con una galletita. Y sin duda, también ayuda su buen humor, está tan contenta de que Bauti por fin está so-cia-li-zan-do (me da pena avisarle que aunque lo separe en sílabas no entiendo lo que quiere decir) que nos perdona cualquier lío.

—¿No ves cuántas cosas te estabas perdiendo por pasarte el día con tus videojuegos, Bauti? —le dijo la otra vez.

Y nosotros no pudimos aguantar la risa porque… ¡Ay, si supiera!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¡Tengo un zombie! (Capítulo 9)

El partido más increíble de nuestras vidas

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Ilus de Maine Diaz.

¡Menos mal que Camila estaba conmigo! Porque, la verdad, yo solo no hubiera podido resolver lo de don Aníbal.

— ¿Qué? ¿Cómo? ¿Por qué? —preguntó él al despertarse.

¡Y ella inventó de todo! Primero que había sido un meteorito, pero como mucho de astronomía no sabía terminó diciendo que en realidad había sido una teja con forma de meteorito; lo  que también resultó bastante confuso porque el techo del estadio es de chapa. Así que tuvo que agregar lo de un gato que andaba por los tejados atacando porteros. Bueno, la verdad, no sé si Aníbal se convenció del todo con su historia. Pero a mí me pareció brillante.

Y estoy seguro de que la cosa hubiera quedado ahí, si no fuera porque a Ojos (¡justo!) se le ocurrió hablar:

—Aaaagh —dijo muy claramente, desde mi mochila. Don Aníbal intentó sacármela de un tirón. Y así empezó el partido más increíble de nuestras vidas. Ojos (es decir, mi mochila) viajó de mis manos a las de Camila, y aunque el portero intentaba marcarnos nosotros nos concentramos en el juego. Poiiing, poiiing, poiiing picaba la cabeza de Ojos adentro de mi mochila y por mucho que don Aníbal se esforzaba, no podía alcanzarnos. En un momento, el tramposo, quiso hacerme la traba, pero antes de caer despatarrado logré encestarla.

—¡Triple! —gritó Camila, y recibió el rebote. No sé en qué momento los jugadores de Primera empezaron a entrar. En menos de un minuto, éramos dos equipos ubicados en la cancha. Don Aníbal, rojo de la furia, nos miraba desde un costado. Poiiiing, poiiing, poiiiing. Doble. Y otro doble. Y otro doble más. Poiiing, poiiiing, poiiiing. Alguien tiró una pelota desde afuera, pero la rechazamos: Ojos picaba genial.

—Debe haber una pelota en esa mochila —observó el padre de Camila, que acababa de llegar—. No viene mal que entrenen con un objeto extraño.

Los jugadores eran moles, para nosotros dos. Mi cabeza llegaba a las rodillas del que estaba en la base. Pero no me asusté ni me sentí chiquito. Conocía mi cuerpo mejor que nadie y poiiing poiiiing poiiing, pude sacarme de encima al que me estaba marcando. Pero lo mejor, lo mejor de todo, lo hizo Cami. No miraba la mochila; me miraba a mí, a los otros jugadores, al que la marcaba, al aro. Miraba todo a su alrededor y sentía, sentía con sus manos, la cabeza de Ojos bajo la tela de la mochila. Poiiiing, poiiiing, poiiiing. Me la pasó. Poiiing, poiiiing, poiiiing y un gigante se interpuso. Pero usé la altura a mi favor, y pasé entre sus piernas. Llegué a arrojarle la mochila a Cami. La vi flexionar las rodillas, inclinarse apenas, tomar envión, y saltar. Saltar para levantar vuelo. Porque ese día, en este estadio medio destruido, frente a dos miradas sorprendidas (impotente, la del portero; orgullosa, la de su papá) y rodeada de jugadores de Primera, Cami logró saltar, meter la mochila a través del aro y mantenerse colgada ahí por dos o tres segundos. Sí, aunque es difícil creerlo porque es mujer y mide un metro cuarenta y dos, Camila hizo una volcada. Y fue tan emocionante que todos nos quedamos en silencio.

 

 

¡Tengo un zombie! (capítulo 8)

Entrenador de lujo

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Ilus de Maine Diaz

Cuando se distrae así me dan ganas de matarlo. Antes en la cancha le pasaba lo mismo, la pelota le picaba al lado y él estaba en la luna. Y ahora yo acá tratando de confundir a Aníbal para que no se diera cuenta de nada, y él pensando en los pajaritos de colores en lugar de buscar un escondite para el zombie. Si Aníbal se despertaba, yo le tenía que explicar unas cuantas cosas: una, por qué le habíamos pegado. Dos, con qué le habíamos pegado. Tres, qué hacíamos en el estadio si estaba cerrado por refacciones. Y ni quería pensar si había llegado a ver a Ojos: ¿Cómo se le explica a un adulto que estamos entrenando con un zombie?

Porque eso es lo que hacemos (Bauti empezó antes que yo; pero ahora, desde que los descubrí, siempre entrenamos los tres). No es que papá nos enseñe mal, pero el zombie tiene otros recursos. Por ejemplo, a veces se quita los ojos y los pone al ras del piso para controlarnos los pasos. Así sabe si ponemos bien el peso del cuerpo, si deberíamos pisar con más fuerza o más despacio y con qué envión tenemos que despegar el talón antes de saltar. A veces sus brazos nos siguen por toda la cancha: nos ayudan a mantener la postura y también a pivotear, que es cuando giramos manteniendo un pie fijo en el suelo (lo que nos puede salvar si intentan quitarnos la pelota). Cuando estamos a punto de tirar al aro, más de una vez nos da una palmada al hombro como animándonos. Y ni hablar cuando encestamos, nos abraza como un compañero más, aunque el resto de su cuerpo esté fuera de la cancha. Y a veces, nos presta su cabeza (que no sé por qué rebota) para hacer jueguitos. La picamos de un lado al otro, pasándola entre las piernas. Si escuchamos Aaagh es que lo estamos haciendo mal y hay que pararse distinto, flexionando un poco más la rodilla y con menos apertura. Parece que no, pero orienta un montón que “la pelota” te hable.

Y ahora estábamos a punto de perder todo eso. Porque si Aníbal llegaba a enterarse, la noticia llegaría a las autoridades del Club y chau entrenamiento. Además vendrían de un canal de televisión y a Ojos se lo llevarían los científicos porque, obvio, ¿dónde se ha visto un zombie que salga de un videojuego? La verdad, no podía entender que Bauti siguiera ahí, papando moscas como dice mi abuela (aunque no sé que tienen que ver las moscas con esto de andar siempre distraído).

—¿Querés apurarte? —le dije, para hacerlo regresar a la realidad— ¡Aníbal ya se está despertando!

Y entonces desarmó a Ojos como si fuera un rompecabezas: metió brazos, piernas, orejas, manos, pies y nariz adentro de su mochila. ¡Justo un segundo antes de que Aníbal se despertara!

 

 

¡Tengo un zombie! (Capítulo 7)

Mientras el portero dormía…

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Ilus de Maine Diaz.

Yo nunca soy agresivo, es lo único que puedo decir a mi favor. Pero me desesperé cuando el portero nos descubrió en el estadio.

—¿Qué hacen acá? —nos gritó desde la puerta. Si no reaccionaba, estábamos perdidos. Por eso le arrojé la cabeza de Ojos. ¡Y qué buen tiro: le di en medio de la frente! Aníbal cayó como una torre de Jenga. Yo intenté seguir las instrucciones de Camila:

—¡Escondé el zombie, rápido; yo distraigo al portero!

Pero el que se distrajo fui yo. Porque me puse a pensar en el día que lo llevé allí. Fue cuando mi tía Leila volvió a su casa, y tuve que buscarle a Ojos un nuevo hogar.   No me dio trabajo trasladarlo hasta el club: probablemente porque elegí un buen camino (fuimos por calles solitarias, aprovechando que muchas estaban todavía cerradas al tránsito) y además le puse una campera con capucha y le bajé la cabeza. Por suerte, él en ningún momento levantó la vista. Hubiera sido un problema cuando nos cruzamos primero con los tipos que estaban arreglando el poste de luz, después con la mujer que cobra la cuota social (justo estaba en la entrada pegando un cartelito: “Se suspenden todas las actividades hasta nuevo aviso”) y por último con el papá de Camila, que estaba en la puerta del estadio:

—Esto fue un desastre —me dijo—. No creo que tengamos clase hasta dentro de un mes.

A Ojos, por suerte, ni lo miró. Y ni siquiera estoy seguro de que me haya mirado a mí, en realidad. Estaba tan sorprendido con los destrozos que había dejado el temporal, que fue fácil meterme en donde quise.

Y quise en el estadio, claro. Sabía que iba a estar cerrado por tiempo indeterminado (primero había que arreglar otras cosas más urgentes como el techo del salón principal, que se había volado por completo), pero nunca me imaginé que sería el lugar perfecto para nosotros dos. O para los tres, porque ahora se sumó Camila.

Ojos nos entrena en el estadio. Sí, ya sé que a simple vista no tiene ninguna cualidad para el deporte. Pero eso es justamente lo mejor en él: verlo jugar tan bien a pesar de que es bajito, torpe y súper lento (en fin: ¡tan igual a mí!) me ayudó un montón. Entendí, por ejemplo, que lo importante es controlar la pelota. Y que al picarla, hay que sentirla en las manos. Porque los ojos deben estar atentos alrededor: midiendo la distancia que te separa del aro, del jugador que te está marcando y de los compañeros que puedan recibir el pase. Y lo mejor: aprovechar la estatura a tu favor, pasar entre las piernas largas de los otros, como un ratón furtivo que se roba un queso.

—¿Querés apurarte? —el grito de Camila me hizo volver a la realidad— ¡Aníbal ya se está despertando!

Por suerte, logré esconder a Ojos justo a tiempo.

¡Tengo un zombie! (capítulo 6)

¡Pero qué ojos!

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Ilus de Maine Díaz.

Una vez que pasó la primera impresión (que debe haber sido fea), Bauti tuvo la lucidez de esconder al zombie. No fue una gran lucidez, debo decir, porque lo puso atrás de la cortina. Pero por lo menos no lo dejó en medio del living donde habría llamado más la atención.

La mamá los pasó a buscar (a él y a su tía) porque no podían quedarse a dormir ahí; sin luz, sin agua y con el techo roto. La verdad es que era un desastre Ituzaingó. Me acuerdo que a la mañana siguiente del tornado, fuimos con mi papá hasta el club. Todos caminaban como zombies (¡qué comparación se me viene a ocurrir!) como si no pudieran entender lo que había pasado. Árboles gigantescos que atravesaban las calles, semáforos partidos como escarbadientes, postes de luz que habían caído de lleno en algún techo. ¡Todo estaba silencioso! No solo porque los autos no pasaban sino también porque nadie hablaba. Mi papá, por ejemplo, cuando llegó al club lo miró a Aníbal (que es el portero) sin decir una palabra. Ni hola, ni buen día, ni qué barbaridad. Por su parte, Aníbal levantó las cejas, hizo un chistido, se mordió los labios. Pero palabras, ninguna. ¡Ninguna!

Y Bauti dice que en su casa fue igual. Que la tía Leila suspiraba y su mamá negaba con la cabeza; casi siempre sin hablar.

—¡Terrible! —decían cada tanto, una o la otra. Porque ninguna de las dos podían creer que una tormenta pudiera lastimar así.

Pero todo esto fue bueno para Bauti.  Su mamá y su tía Leila estaban tan en su mundo que apenas le prestaban atención a él. Y por otra parte, como había habido tantos destrozos en el barrio de su tía, durante el día se la pasaban allá. Y estar en la casa de la tía Leila significaba estar con Ojos. Y así fue como empezaron a conocerse.

Lo primero que supo Bauti es que no era para nada inquieto: lo encontró en el mismo lugar donde lo había dejado el día anterior, atrás de la cortina del living. Y casi en el mismo acto supo también que no sentía ningún dolor, porque en cuanto lo tomó de la mano y tironeó para que se moviera, el brazo se le desprendió.  En ese momento horroroso fue cuando le puso el nombre. Porque el zombie no hizo ninguna mueca, no se quejó para nada ni intentó recuperar la parte del cuerpo que había perdido:

—¡Pero tendrías que haberle visto los ojos, Cami! Esa mirada me lo dijo todo, y supe que nunca pero nunca me iba a lastimar.

Le dije a Bauti que el nombre estaba bueno. Pero seguía sin entender el asunto de la Play: ¿Ojos tendría que volver al videojuego? Y justo cuando estaba por responderme eso, se prendieron las luces del estadio.

¡Tengo un zombie! (Capítulo 5)

Capítulo 5: ¡Bienvenido al mundo!

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Ilus de Maine Diaz para Letra Impresa

Entonces cayó otro rayo y la Play se desconectó por fin. Quedé completamente a oscuras. Afuera solo se escuchaba al viento. Corrí la cortina, pero apenas se veía a través del agua que caía como una catarata sobre la ventana.

—¡Está lloviendo, tía! —grité.

—¡No me digas! —me contestó ella, con fastidio. Eso me dolió, porque no estaba acostumbrado a que la tía me hablara mal. Así que fui enseguida a la cocina, y me olvidé del zombie.

—¿Te ayudo? —le pregunté. Ella estaba con el secador en la mano, empujando el agua hacia el jardín. Aunque todo estaba en penumbras, vi un montón de ollas desperdigadas por el piso. Se escuchaban goteras por todos lados.

—¡Escurrime el trapo, corazón! —Me volvió el alma al cuerpo. Al final, no estaba tan enojada. Desde el lavadero, le conté de Ojos. Lo que hasta el momento sabía de él:

—… quise que fuera como yo… de terror… y unas zapatillas de básquet como las mías… ¡un zombie! ¿entendés?… Y entonces unas luces… ¿Viste los hologramas que hay en algunos museos?… ¡Y yo ni sabía que en la Play…!

—Habría que llamar a tu mamá. Debe estar preocupada —me interrumpió—. Yo nunca vi una tormenta igual ¿Pero será posible…? Cada vez que se corta la luz también me quedo sin teléfono. Buscá el celular en mi cartera, Bauti.

—No hay señal —le avisé.

—Andá al living. No sé por qué nunca hay señal en la cocina.

En el living estaba más oscuro. Aunque ya era prácticamente de noche, corrí bien la cortina para ver si conseguía un poco más de luz. La tele quedó a mis espaldas, y la verdad no le presté demasiada atención. Ni se me ocurrió mirar para el rincón donde antes había estado el holograma.  Casi de memoria tecleé el número de mi casa. Por suerte había señal: estaba llamando. Dos segundos antes de que atendiera mi mamá, escuché bien clarito:

—Aaagh.

Me di vuelta, y todo pasó a la vez: un enorme relámpago iluminó el cielo y (por lo tanto) el living, vi a Ojos por primera vez en carne y hueso (con su mirada blanca, la boca llena de sangre y la cabeza deformada), y mi mamá atendió el teléfono.

—Hola…Hola…Hola —me decía desde el otro lado. Yo dejé caer el aparato al piso. La batería cayó a los pies del zombie.

 

¡Tengo un zombie! (Capítulo 4)

Capítulo 4: Juego tormentoso

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Ilus de Maine Diaz para Letra Impresa.

¡Hubiera querido estar ahí, cuando Ojos se materializó! Bauti dice que después de escribir en la Play “Lento, torpe y de terror”, pasó a la siguiente pantalla. Otras veces había elegido cuerpos atléticos llenos de tatuajes y peinados afro con trencitas. Pero esta vez trató de que el jugador se pareciera más a él, así que le puso ojos grises y pelo lacio. Dice que le extrañó el cartel de “sugerencias”, porque nunca lo había visto a pesar de que haber jugado un montón de veces el mismo juego. Y mucho más le extrañó, cuando vio que podía agregarle ojeras, manchas de sangre, brazos larguísimos y putrefactos.

—¡Súper! —dice que gritó. Y que se acuerda perfectamente, porque la tía Leila preguntó qué había pasado desde la cocina.

Él se apuró a decirle que estaba todo bien, porque por nada del mundo hubiera querido que su tía entrara antes de tiempo. Claro que le iba a mostrar el jugador una vez que estuviera terminado, pero por el momento no quería que nadie lo interrumpiera. Ni siquiera la tía Leila. Estaba creando mucho más que un jugador: esta vez, era su criatura.

No sabe en qué momento empezó a llover. Estaba tan concentrado en la creación de su personaje que no se dio cuenta de lo que pasaba afuera. Y afuera pasaba de todo: el viento que, como un camión invisible, iba arrastrando carteles, canastos de basura y macetones. Soplaba tan fuerte que los árboles se desprendían como flores e iban cayendo sobre lo que fuera: calles,  autos, techos, paredones, rejas.

Y Bauti, sin enterarse de nada. Ni siquiera reaccionó cuando cayeron los postes de luz y todo Ituzaingó se quedó a oscuras. Dice que escuchó los gritos de su tía, que le dijo algo de la cocina inundada y le preguntó varias veces si estaba bien.

—¡Sí, tía! Estoy bien —le contestó él. Y siguió jugando. Aunque se dio cuenta de que la lámpara del living, la luz del pasillo y la radio se habían apagado, no se le ocurrió pensar que era imposible que la Play siguiera funcionando. Estaba demasiado concentrado en el juego. Ojos lo miraba desde la pantalla, con su musculosa de los Spurs, su muñequera roja, las zapatillas de básquet tan parecidas a las suyas.  Lo miraba con su mirada blanca de zombie, con la boca llena de sangre y la cabeza deformada a la altura de la oreja izquierda. Y entonces, en algún momento sucedió. Según Bauti,  cayó un rayo y enseguida después un montón de luces empezaron a salir del televisor. Y  a su lado apareció Ojos. Dice que al principio solo era una imagen, una especie de proyección o de holograma, como esos que están en los museos modernos y las películas futuristas. Que era increíble, pero que ya no estaba en la pantalla sino parado junto a él.

Mientras me lo contaba, volví a mirar a Ojos. Y no sé por qué, pero fue en ese momento cuando dejé de tenerle miedo.

 

 

¡Tengo un zombie! (Capítulo 3)

[Abro paréntesis]

Hace un tiempo compartí por este blog los primeros dos capítulos de ¡Tengo un zombie! (se pueden leer haciendo click aquí) Pues bien, continuaré con los siguientes a razón de uno por semana, en una suerte de novela por entregas versión 2.0. ¡Ojalá puedan seguirla!

[Cierro paréntesis] 

Capítulo 3: Un gusto para la tía Leila

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Ilus de Maine Diaz para Letra Impresa.

Si no fuera por la tía Leila, jamás hubiera conocido a Ojos.

—Tu problema es que elegís jugadores que no tienen nada que ver con vos. Tenés que aprender a conocerte, Bauti.

La miré como si estuviera loca. ¿Mi problema? ¡Pero si acababa de ganar el partido en la Play! Por supuesto se lo dije, mientras me tomaba el licuado de banana que ella había preparado especialmente con leche de alpiste.

—Justamente —me contestó—. En la Play siempre ganás porque elegís jugadores altísimos, fuertes y veloces. Y entonces, cuando te toca jugar en la vida real, ¡no sabés cómo moverte!

—¡Ay, tía! Si creara un jugador igual a mí, perdería hasta en la Play.

—¿Y si probás? —me dijo.

Volví a mirarla como si estuviera loca.

—Dale, dame el gusto. ¿O yo no te doy todos los gustos a vos?

Y era cierto, la verdad. Mi tía Leila es lo más. Y además ¿a mí qué me costaba? Así que me terminé el licuado de un trago y volví a sentarme frente a la tele. Elegí con el joystick  “Nuevo juego” y volví a empezar.

—¡Vas a ver que resulta bien! —me dijo ella, antes de irse para la cocina y dejarme solo en el living.

Pulsé X para cargar el nombre del jugador; pero esta vez no escribí Lebron ni Ginóbili ni Michael Jordan, sino “Bautista Puccini”.  Y puse otras verdades, como estas:

Mano buena: zurdo.

Club: Gimnasia y Esgrima de Ituzaingó

Altura: 150 cm.

Peso: 36 kilos.

Otras cualidades para destacar: Lento, torpe y de terror.

Sí, ya sé. Fui demasiado duro conmigo mismo. Es que entonces todavía no me conocía muy bien. Y en el fondo, gracias a esas horribles cualidades que yo creí que tenía, Ojos llegó a mi vida.  Así que de ninguna manera voy a culparme por eso.

Fragmento de ¡TENGO UN ZOMBIE! (Letra Impresa, 2015)

Ilustraciones de Maine Díaz

                                                                   Ilustraciones de Maine Díaz

 

Capítulo 1: Más bueno que la leche de alpiste

¡Está bien, Camila! Te cuento la verdad desde el principio. Pero por favor no grites, que lo vas a asustar. Yo sé que, en teoría, es espeluznante. Pero eso es culpa de la tele y, lo reconozco, también de los videojuegos. ¡Con lo que a mí me gustan los videojuegos!

Aunque (ahora lo sé) es completamente cierto lo que dice mi mamá: una cosa es la realidad y otra muy distinta lo que pasa adentro de la pantalla.

“¡No podés vivir desconectado del mundo que te rodea, Bauti!”. ¿Sabés las veces que la escuché a mi mamá decir eso? Y yo, al principio, mucho no lo entendía. Me apagaba la Play y empezaba con lo del aire libre y los deportes y eso de so-cia-li-zar. Así, separado en sílabas, como si por eso yo entendiera mejor lo que quiere decir la palabra: so-cia-li-zar.

¿Por qué pensás que me anotó en básquet? Y (vos sabés) yo era un verdadero desastre.  Y cuando digo desastre, es desastre-desastre. ¡No podía ni picar la pelota! Y como encima ustedes me miraban con desconfianza (no me digas que no), yo me equivocaba más. ¡Si no hacían otra cosa que reírse de mí! Y, claro, eso me ponía peor. Me temblaban las manos y pensaba que todos ustedes tenían razón, que yo era un desastre total y era mejor que me fuera a mi casa a jugar a la Play porque en eso sí era bueno. Y entonces, obvio, cada vez que intentaba encestar la pelota, la mandaba para cualquier lado.

–Hay que concentrarse más, Bautista –me decía, encima, tu papá. ¡Como si fuera fácil! Con todos los ojos mirándome, y las risas y los murmullos que llenaban todo el estadio.

Mirá, si me preguntabas hace un mes, ni loco me imaginaba que iba a terminar siendo el capitán del equipo. ¡El capitán! A veces todavía ni yo mismo me lo creo. Así que no te culpo por haber sospechado.

Pero ¿sabés? Todo se lo debo a Ojos. Porque es como te digo: parece espeluznante, pero nunca en mi vida tuve un amigo mejor. Por eso tenés que prometerme que no vas a contarle a nadie. Pero a nadie, a nadie, a nadie, ¿entendés?

¿Te imaginás si se entera algún grande? ¡Vamos a terminar en la tele! Y lo peor: se lo van a llevar. Capaz que lo descuartizan para hacer experimentos. ¡Y cualquier cosa, menos eso! Porque Ojos no sabe defenderse solo. Si por lo menos ladrara como Coki. Pero lo más que sabe decir es Aaagh. Te mira con esos ojos llenos de sangre que tiene, con los cachetes caídos y la boca así, siempre abierta y babeando, y  te deja hacer lo que quieras con él ¡Es más bueno que la leche de alpiste, te juro! Y mirá que la leche de alpiste, para mi tía Leila (que es profesora de yoga, naturista y vegetariana) es lo mejor que existe en todo el planeta Tierra.

 

Capítulo 2: Como una película de terror

De Bautista me esperaba cualquier cosa, menos lo que me contó. ¡Yo sabía que había algo raro! Si cuando llegó al club, era malísimo jugando. Aunque yo no me reía como los demás. Será porque al principio a mí también me cargaron. Y es recontra feo eso. Ya bastante horrible es llegar a un lugar donde nadie te conoce como para tener que soportar, encima, la burla de los demás. Y eso que fui buena desde el principio. Está bien: yo tengo ventaja. Mi papá jugó en primera división un montón de años, y ahora es el entrenador del club. Digamos que crecí picando la pelota. Ese no fue el problema para mí. El problema fueron los demás: Sigue leyendo