El secreto

Las cosas cambian. En un minuto sos una nena indefensa en el medio del bosque y en el siguiente, pum, te convertís en bruja. Para mí también es todo muy nuevito, no tengo todas las respuestas. Creo que un poco influye cómo me siento. Digo, para que mis poderes se activen yo tengo que sentir un montón. Rabia, por ejemplo. Que fue lo que sentí cuando te obsesionaste con las miguitas.

Estábamos con hambre, Hansel. Teníamos un solo pan para comer, y vos lo malgastaste en una idea absurda. Porque era absurda, y no inteligentísima como vos creías. Me dio tanta rabia que se me ocurrió pensar: “Ojala los petirrojos se coman todas las miguitas”. Y entonces pum, pasó. Vino una bandada que de a picotazos te borró el camino.

–Tenías razón –me dijiste, con los ojitos culpables. Y a mí se me rompió el alma, te confieso.

–Olvidate –te dije yo–. Acá nomás vamos a encontrar la mejor merienda del mundo, vas a ver.

Y pum, apareció la casa. Aunque no estoy segura de haber sido yo. Por intuición de bruja adiviné que era una trampa. Pero vos estabas tan emocionado relamiendo la ventana, que lo dejé pasar. Lo mismo cuando apareció la bruja.

–Qué ancianita más simpática –me dijiste.

Y bueno, habías pasado un día tan difícil… Además, trampa o no, la casa era una casa: un lugar donde podíamos dormir. Así que te dije que sí, que la ancianita era una divina total.

Y en el fondo no me equivoqué tanto. Bueno, un poco sí, porque divina no era. Pero a mí me enseñó muchas cosas. Como a controlar lo que deseo. Porque yo te quiero, Hansel. De verdad, pero a veces no te soporto. Y no sé si fue el exceso de azúcar o qué, pero esa noche no parabas de hablar como loro, y yo solo quería dormir. Y bueno: un pensamiento me llevó al otro y de golpe: pum, apareciste adentro de la jaula. No me mires así, que tampoco me siento orgullosa de eso.  

Además, el huesito también te lo di yo. No todas las cosas que hice fueron malas. La bruja estaba decidida a devorarte en cuanto engordaras, y había que ganar tiempo. Tiempo para que no te comiera a vos y tiempo para que me enseñara a mí. No pongas esa cara ¿qué pensabas? ¿qué en todas las jaulas hay huesitos? Fue un hechizo sonso, de los primeros que probé. Y en realidad no me salió muy bien, porque lo que yo quería mandarte era una aguja de esas como de sastre. Pero bueno: el huesito también sirvió, por suerte.

Lo demás, ya lo sabés. Para cuando la bruja dijo basta, yo ya había aprendido un montón de cosas. Y además, estaba el miedo. Me temblaron las piernas de solo pensar que iba a perderte. Y mirá, no sé si fue la magia o ese miedo el que me hizo empujarla así, con tanta fuerza. Con una fuerza que ni yo sabía que tenía.

¿Entendés por qué no quiero irme, Hansel? ¿Entendés que acá está todo lo que necesito yo? Si vos querés volver a casa, bueno. Yo misma te dibujo el camino de regreso. Con miguitas, si querés. Y también te puedo dar una bolsa llena de diamantes (es un hechizo de los facilitos) y dos o tres perdices para que coman felices, con papá.  

Pero cuidado, eh. No me quiero enterar que andás contando mi secreto. Mirá que a mí me basta un solo chasquido para convertirte en sapo.       

El Reclamo de Caperucita

Ilustración de Paola De Gaudio

FORMULARIO DE RECLAMO

Nombre y apellido: No lo recuerdo.
Domicilio: del otro lado del bosque.
Señas particulares: Caperuza roja, canasta con cosas ricas, estatura mediana (tirando a baja).

Rol en Muy Muy lejano: (señale con una cruz)
Protagonista X
Personaje secundario
Villano
Extra

Motivo del reclamo (señale con una cruz)
Final insatisfactorio
Problemas de vestuario X
Falta de presupuesto
Otro

Reclamo (por favor sea breve)

Solicito que me permitan renovar mi vestuario después de tantos años. Hace ya varios siglos que en todos los libros para niños me muestran con mi caperuza roja y, aunque tengo varias de repuesto en el armario, siento que ya es hora de hacer un cambio. Tengo razones de peso, por supuesto. Las enumero a continuación.

1. El color no me sienta bien (me hace ver muy pálida).

2. Entre tanto verde, el rojo llama la atención en el bosque: al lobo le basta un solo vistazo para localizarme.

3. El vestuario me trae problemas de identidad: como todo el mundo me llama Caperucita roja, ya he olvidado mi nombre.

4. Me siento encasillada (estoy cansada de representar, una y otra vez, el mismo cuento).

5. Las telas se desgastan y decoloran, aun en Muy Muy Lejano, y entonces todas las caperuzas que tengo en el armario tienen diferentes tonos. A veces voy de rojo intenso, otras de bordó. Incluso tengo una tirando a rosado (mi mamá no solamente es descuidada conmigo, que me manda a cruzar el bosque sola; tampoco es cuidadosa con la lavandina).

6. Relacionado con el punto anterior: las diferentes tonalidades de mis caperuzas me han traído problemas de identificación. Difícil ver a Caperucita roja, cuando va de rosa.

7. En verano me gustaría andar sin tanto abrigo. El calentamiento global también es un problema de este lado del mundo.

8 (y última).  Todos tenemos derecho a quejarnos cuando algo nos parece injusto, incómodo o inapropiado.

Por todo lo que expuse arriba, espero que el Comité a cargo de la difusión de los cuentos de hadas haga caso a mi petición y me permita renovar mi guardarropa sin limitación en cuanto a la prenda y el color. Quiero tener alguna caperuza, sí; pero también bermudas, remeras, musculosas, vestidos y pantalones. Y sobre, todo, exijo ampliar la paleta de colores. Incluso me encantaría probar alguna tela estampada, un cuadrillé o un rayadito me gustarían especialmente.  

Caperucita roja (por ahora)

Firma del reclamante

Los músicos de Bremen (versión de un cuento de los Grimm)

Esta historia tiene dos comienzos. El primero:

Había una vez un burro que tuvo que dejar su hogar. Su amo lo había reemplazado  por otro burro más joven y  él, por no morirse de pena, se inventó un sueño:

—Viajaré a Bremen. ¡Y allí me convertiré en músico!

Por el camino fue encontrando otros animales  (un perro, un gato, un gallo cantor) que habían tenido su misma suerte: amos desagradecidos que los hicieron a un lado porque estaban viejos.

Y así fue como el sueño de uno se convirtió en el sueño de cuatro.  Si el cuento se acabara aquí mismo, aquella banda formada de camino a Bremen no habría admitido otro nombre que Los amos ingratos.

Pero el cuento no se acaba aquí. Al contrario,  en este punto es cuando vuelve a empezar.

Y este es el segundo comienzo:

Hubo una vez un burro, un perro, un gato y un gallo que dejaron atrás sus casas para cumplir un sueño: iban a ser músicos, los mejores músicos que el mundo hubiera conocido jamás.

Cuando se hizo de noche, buscaron refugio en una vieja casa que parecía abandonada. El burro se paró  en dos patas sobre la ventana. Sobre él, el perro. Encima, el gato. Y en lo alto de aquella torre, el gallo cantor. Y así vieron a una banda de ladrones  contando su botín. Y, lo más tentador, olieron una rica cena que les alegró la panza.

Entonces se convirtieron en un monstruo hambriento que rebuznó, ladró, maulló y  cacareó. Y que, finalmente,  cayó con todo su peso por la ventana. ¡Qué entrada triunfal!

Los ladrones, asustados por el estallido y aquella música infernal,  huyeron de la casa como si hubieran visto un fantasma.

Pero al rato, uno de ellos volvió. La sala estaba completamente a oscuras. Y él, creyendo que los ojos del gato eran dos braseros encendidos, se acercó demasiado. Zas, un rasguñón.

Intentó salir por la puerta trasera pero, ñam, el perro lo mordió.

Probó por la entrada principal y, pum, el burro le dio una patada.

Y en medio de todo aquel lío, el gallo, que estaba subido al techo, empezó a cantar “¡Quiquiriquí! ¡Quiquiriquí!”.

—Fui atacado por tres brujas— contaría  el hombre más tarde —, rasguñado, acuchillado y golpeado (¡zas, ñam, pum!) por orden de un demonio superior que gritaba “¡Que venga aquí, que venga aquí!”.

Y este es el único final que tiene el cuento. Porque los músicos de Bremen no llegaron a Bremen. Aunque sí formaron su banda (se llama Los espanta ladrones y ensayan en aquella casa abandonada). Pero lo más importante es que siguen juntos. Y, sobre todo,  que nunca se sienten viejos.

Hansel y Gretel ( versión del cuento de los Grimm)

Todo comienza en una pequeña casa, a las afueras del bosque. Es invierno, el viento se cuela por la ventana y Hansel y Gretel (los protagonistas de este cuento) se acurrucan para no sentir frío.  La voz de su  madrastra se escucha desde la otra punta:

—¡Hay que abandonarlos en el bosque!

Ojalá no estuviera hablando de ellos. Pero es la madrastra del cuento (¡ay!): le corresponde ser malvada.

Los hermanitos sienten miedo por uno, dos, tres segundos. Después, se les ocurre un plan: a la mañana siguiente,  mientras se internan en el bosque, van dejando miguitas por el camino. El plan es técnicamente bueno, así sabrán por dónde regresar.  Pero  el bosque está lleno de pajaritos. Y (¡ay!) a los pajaritos les encantan las migas.

El resultado: se quedan sin volver a casa, en medio de una noche ruidosa. Las hojas crujen bajo sus pies. Algo vuela al ras de sus cabezas. Y una respiración les hace cosquillas en la nuca.

Sin pensarlo, comienzan a correr. Corren tanto que ya casi amanece. Y por fin  llegan a una casa.

Una casa con olor a fresa, paredes de malvavisco y techo de puro chocolate en rama. Comen con  ganas, y  no ven llegar a una viejita amable que les ofrece licuado de durazno.

Pero (¡ay!) las viejitas amables de los cuentos son peores que las madrastras. Esta en particular es una bruja come-niños.

A Hansel lo encierra en una jaula y  a Gretel la pone a limpiar.

—¡Muéstrame tu dedo! —le dice a al niño cada día mientras lo llena de golosinas para hacerlo engordar. Y Hansel la engaña mostrándole un huesito de pollo (por suerte la bruja es corta de vista).

Pero  un día la mujer decide no esperar más. Y prende el horno a máxima potencia para comerse a ambos niños en la cena (¡ay!).

A Gretel le lleva uno, dos, tres segundos elaborar un nuevo plan.

—No entramos los dos en el horno —dice con tono sabihondo.

La bruja la mira (bueno, es un decir: ya dijimos que es un poco ciega).

— ¡Hasta yo podría pararme ahí dentro! – le contesta.

—A que no…

La bruja cae en la trampa. Se mete adentro del horno y eso es lo último que hace: Gretel cierra la puerta (¡pum!). Y problema resuelto.

Cuando saca a su hermano de la  jaula  llegamos al final. Lo que pasó después es un misterio. Tal vez volvieron a su casa (si encontraron el camino y, sobre todo, las ganas de volver a ver a su madrastra). O tal vez se quedaron comiendo golosinas en la casa de la bruja. La única certeza es que tardaron uno, dos, tres segundos en ser felices para siempre.

La reina de las abejas (versión de un cuento de los Grimm)

Hubo una vez, en un reino muy lejano, tres príncipes muy jóvenes. Los dos mayores no tomaban en serio las responsabilidades del palacio y, cada vez que podían, se escapaban para divertirse un rato.

El hermano pequeño, en cambio, era distinto. Cumplía sin protestar con todas sus obligaciones: por la mañana tomaba clases de esgrima, matemática y francés; salía a cabalgar por la tarde y a la noche se reunía con su padre, el rey, para estar al tanto de las necesidades de su pueblo.

Solo abandonaba sus tareas, si sus hermanos mayores demoraban en volver. Entonces, por miedo a que les hubiera pasado algo, no dudaba en salir a buscarlos. Y así sucedió aquella vez.

Los encontró en medio de un bosque, a las afueras del reino. Estaban a punto de destruir un hormiguero y, entre risas, intentaban decidir quién de los dos daría el primer pisotón.

—¡Ninguno! —dijo el hermano pequeño, haciendo notar su presencia— Dejen ese hormiguero en paz.

—¿Por qué siempre tienes que ser tan aburrido? —se quejó el mayor.

—¡Insoportablemente serio! —agregó el segundo.

Pero como sabían (en el fondo de su corazón) que su hermano serio y aburrido era, de los tres, el que tomaba mejores decisiones, optaron por hacerle caso.

Y por la misma razón aceptaron regresar al palacio, aunque no dejaron de quejarse hasta dar con una laguna llena de patos.

—¡Tengo mi escopeta aquí mismo! —avisó el mayor.

—¿Qué tal si les disparamos? —sugirió el segundo.

Pero el hermano pequeño, otra vez, se interpuso:

—¡Nadie les va a disparar! ¡Dejen en paz a esos patos!

Y aunque nuevamente lo acusaron de ser muy serio y aburrido, los mayores optaron por hacerle caso porque (en el fondo de su corazón) sabían muy bien que el hermano pequeño era, de los tres, el que tomaba mejores decisiones.

Siguieron caminando entre protestas y resoplidos, hasta que escucharon un zumbido muy intenso encima de sus cabezas. Vieron entonces un enorme panal, repleto de miel, que estaba custodiado por mil abejas.

—¡Yo quiero esa miel! —dijo el hermano mayor.

— ¡Quememos el panal, yo te ayudo! —se emocionó el segundo.

Pero una vez más el hermano pequeño los detuvo:

—¡No permitiré que destruyan el panal! ¡Dejen en paz a las abejas!

Y aunque, como siempre, lo acusaron de ser muy serio y aburrido no dudaron en hacerle caso porque sabían muy bien (en el fondo de su corazón) que las decisiones de su hermano pequeño siempre eran las acertadas.

Y hubieran seguido quejándose por horas y horas, de no ser porque llegaron a un misterioso castillo. El silencio era abrumador. Una espesa vegetación asfixiaba los muros y el aroma de un riquísimo banquete los invitó a avanzar.

Llegaron hasta el establo y vieron, con sorpresa, dos caballos convertidos en piedra. Atravesaron el patio principal y se extrañaron frente a la imagen también petrificada de dos guardias. Por último, abrieron con cuidado el portón de la entrada que, rechinando, se cerró tras ellos.

Entonces vieron a un hombrecito que, con un gesto,  les señaló la mesa ricamente servida. Y como los tres hermanos estaban muertos de hambre, no dudaron en comer lo que se les ofrecía.

Cuando ya estuvieron satisfechos, el hombrecito les habló:

—Hemos sido víctimas de un encantamiento y solo puede liberarnos una persona de su rango.

A continuación, les recitó estos versos:

Romperá el encantamiento
Aquel noble caballero
que supere las tres pruebas
que ha mandado el hechicero.
 
Deberá, pues, en el bosque
hallar mil perlas plateadas
y al fondo de la laguna
una gran llave dorada.
 
El cuarto de las durmientes
con esa llave abrirá:
y las mil perlas brillantes
a la más joven, dará.
 

—Tengo que advertirles— les dijo, por último, el hombrecito— que deberán intentarlo uno por vez. Y aquel que no consiga cumplir con las tres pruebas, quedará convertido en piedra como los caballos y los guardias que vieron al entrar.

El hermano mayor lo intentó primero. Pero solo encontró cien perlas en el bosque y, antes de que pudiera darse cuenta, su cuerpo se volvió macizo.

Siguió el hermano segundo pero no tuvo mejor suerte. Halló otras doscientas perlas antes de quedarse congelado como estatua.

Entonces continuó la tarea el más pequeño. Pero no tuvo que trabajar demasiado porque  de repente se apareció una larga hilera de hormigas, cargando las perlas que faltaban.

—Vinimos a ayudarte —dijo una de ellas— porque fuiste muy bueno con nosotras hoy.

Más tarde, el joven nadó por un buen rato en la laguna buscando la llave dorada. Pero no la encontró. Se hubiera puesto a llorar allí mismo, de no ser porque vio venir un pato que la traía en su pico.

—Te ayudo —le dijo— porque fuiste muy bueno con nosotros hoy.

Una vez en el palacio, el joven abrió el aposento de las princesas con la llave mágica. Al ver que estaban petrificadas, se desesperó. ¡Así sería difícil reconocer a la más joven! El hombrecito, que las había visto comiendo antes de ser hechizadas, creyó que era oportuno comentarle:

—La mayor comió un terrón de azúcar. La del medio, una fresa. La que nos importa para romper el hechizo, la menor, comió una enorme cucharada de miel.

Entonces, el joven príncipe se acercó a sus bocas, pero fue inútil: no sintió ni olor a azúcar, ni olor a fresas, ni olor a miel. Y una vez más se habría entregado a la tristeza de no ser por el zumbido alegre de una abeja que se posó sobre los labios de una de las princesas.

—Soy la reina de las abejas —le dijo— y he venido a ayudarte porque hoy fuiste muy bueno con nosotras. Te aseguro que esta jovencita ha comido una buena cucharada de miel antes de dormir.

Y así fue cómo el hermano más pequeño, el aburrido y el serio, logró romper el encantamiento de aquel castillo. Y al hacerlo, no solo se despertaron los caballos, los guardias y las princesas, sino también sus hermanos mayores que, atraídos por la música del salón principal, lo vieron bailando de buena gana con la princesa más joven.

Y como sabían (en el fondo de su corazón) que su hermano pequeño siempre tomaba las decisiones acertadas, no dudaron ni por un instante en unirse a la fiesta. Aunque, claro, esta vez ¡no se quejaron ni un poco!

Objeto Trepador No identificado

Ayer me dieron de vuelto
dos puñados de habichuelas
Primero pensé en ponerlos
adentro de una cazuela.

Pero al final decidí
hacerle caso a  mi abuela
y los puse a germinar
en un frasco de ciruelas.

Brotaron ramas enormes.
Subieron como escalera
¡Y ni te cuento el tamaño
cuando llegué de la escuela!

Traspasaron cielo raso
y hasta el techo de madera
Seguro que ya llegaron
a una galaxia extranjera.

¿Será que allá arriba existen
gigantes y fortalezas,
o extraterrestres que tienen
seis ojos y dos cabezas?

Carta de Bella a Bestia

No son tus manos peludas,
tu cuerpo de mastodonte
tus colmillos puntiagudos
ni tus orejas deformes.

Sos bestia por otras cosas,
que merecen la prisión
No podés ir secuestrando
a la gente ¡Por favor!

Vos sos un tipo instruido,
podés razonar mejor
ningún hechizo te excusa
para actuar como un matón

Está bien: yo te confieso
que un poco me divertí
Y, por dios… ¡Tu biblioteca!
yo fui muy feliz ahí.

Pero aquí mismo termina
cualquier historia de amor.
Si querés, probá con otra
¡pero tratala mejor!

Escuche, señor autor

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Parece que en Muy Lejano
Se organizó una reunión:
eran tres mil hombrecitos
reclamándole a un autor.

Se quejaba Rumpelstilskin
por tan injusto final
“¿De qué me sirve este nombre
que no sé ni pronunciar?”

Y otro gnomo rencoroso:
“¡Usted es un estafador!
Lo salvo de sus hermanos
¿y el héroe es el cazador?”

Pero los siete enanitos
fueron los más ofendidos:
“Tanto cuidarla y se va
con cualquier desconocido”

Y así le dijo Gruñón:
“Si va a casarla con otro,
a la próxima princesa
que la refugie Montoto”.

 

Érase una vez…

Dijo el youtuber que dijo el remisero
que dijo el asesor de imagen de un bloguero
que dijo la empresaria que dijo su analista
que dijo un estadista por televisión
que dijo su abuelito que contó el lechero
que dijo la mujer de un viejo barbero
que dijo el canillita que dijo la florista
que dijo un maquinista de un tren a vapor
que dijo la pulpera que dijo el granadero
que dijo un vendedor de velas y plumeros
que dijo el aguatero que dijo su querida
que servía en la casa de un conde español
que un hombre ilustrado contó que en su pueblo
dijo el boticario que su sombrerero
dijo que un poeta le confió a un pianista
que hubo un aprendiz de deshollinador
que contó  que un día le contó un viajero
que cierto  verdugo le dijo en secreto
que había habido un monje ciego y alquimista
allá por los tiempos de la Inquisición
que viajó al pasado a través de un sueño
y escuchó clarito cuando un cocinero
le contaba a un paje que un malabarista
escuchó  el relato de un triste bufón
sobre lo que dijo allá en otro tiempo
en el Coliseo aterrador, inmenso
una misteriosa joven pistonisa
a un pobre romano que era gladiador…

Qué casualidad ¡si era el mismo cuento
que contó recién, justo hace un momento
mi abuela que nunca conoció en su vida
al youtuber ese que me lo contó!