¿Si lo imaginé? Por supuesto que no. Fue una mañana igual a cualquier otra. Yo entré por la ventana y Ella ni se inmutó. Estaba entretenida con sus mejunjes, como siempre recitando sus versos raros:
Vuelan los cuervos y los dragones
Vuelan estrellas y moscardones
Vuela la magia de mis abuelas
de los anillos, las habichuelas.
Vuela un hechizo y casi lo atrapo,
vuela y transformo ranas y sapos
en hormiguitas y caracoles
¡abracadabra, magia y frijoles!
No me quedé a mirar. Ya conozco sus hechizos de transformaciones. Sabía que después de esos versos raros íbamos a tener la cocina llena de intrusos. Hormigas en la azucarera y baba de caracol por toda la mesada. Eso, hasta que cambiara de idea. Entonces convertiría las hormigas y los caracoles en conejos y liebres. Y después, los conejos y liebres en ratones y murciélagos. ¡Si la conoceré!
Así que me fui directo al almohadón, lo más tranquilo. Había pasado toda la noche despierto, en el callejón, con mi pandilla. Participamos en alguna pelea (siempre hay que demostrar que uno tiene bien puestos los bigotes), nos comimos las sobras que tiró el pescadero y nos revolcamos un rato sobre los desperdicios, para que el olorcito a calle se nos quede bien impregnado entre los pelos.
En fin, ¡estaba exhausto! Y el sueño me fue llevando. En mi cabeza empezaron a sucederse una serie de imágenes sin relación ni sentido: el ronroneo de la gata de al lado, una hormiga patinando en baba de caracol, Ella revolviendo su enorme caldero, yo saboreando las espinas de un filet apestoso. Y de pronto, su voz de trueno diciendo “apestoso, apestoso” y este olorcito a tufo, tan familiar y tan mío, que me llenaba los pulmones.
Entonces, de la nada, sin que yo entendiera muy bien lo que pasaba, con mi mente todavía perdida entre las imágenes dispersas y hediondas de mi sueño, sentí sus dedos huesudos sobre mi pescuezo:
–¡Arriba, Sombra! ¡Vamos, que necesito un gato apestoso para la transformación!
Salté como un cobarde. Tanto, que llegué hasta la enorme lámpara del techo que, por el balanceo y mis garras afiladísimas, comenzó a desplomarse. Ella gritaba desde abajo:
–¡No seas ridículo, Sombra! Por mucho que te resistas, te voy a transformar igual.
Empecé a temblar como una gelatina. ¿En qué me trasformaría, en una cucaracha? ¡A mí me gusta mi vida gatuna! ¡Me gustan mis bigotes, mis orejitas paradas, mis garras superpoderosas!
Que nada pueden hacer contra sus hechizos, claro. Porque las garras se me desprendieron de golpe y sin que yo pudiera evitarlo.
Y aquí estoy, vencido. Con la cabeza llena de espuma, perdiendo mi adorable hedor. Y lo peor: soportando sus malditos versos raros:
Desaparece, gato apestoso
que venga otro más glamoroso
Abracadabra, agua y jabón,
¡que se complete la transformación!
Y Sí, lo reconozco: hubiera preferido que me convierta en cucaracha.