In memoriam

Basta pestañear
para volver a verte
Con el jean,
la camisa
y el escote en ve
La mirada tranquila
y los ojos sanos
La sonrisa escondida,
como Papá Noel.

Miro atrás y estás siempre,
en cualquier escenario
Y da igual si soy niña,
adolescente o mujer
Vos estás siempre firme,
Como actor de reparto
En mis horas felices
Y en el duelo, también.

De mis padres, amigo
O mejor: un hermano.
De mí misma, padrino
Voz de miel, piropeando
o tirando algún cable
(porque así era tu esencia
siempre acompañando).

Te fallé, y cuánto duele
haberme demorado.
Te debo una visita:
Vos ya me dirás cuándo.
Si es cierto que allá esperan
nuestros seres amados,
volveré a ver tus ojos…
Tus lindos ojos sanos.

La transformación

¿Si lo imaginé? Por supuesto que no. Fue una mañana igual a cualquier otra. Yo entré por la ventana y Ella ni se inmutó. Estaba entretenida con sus mejunjes, como siempre recitando sus versos raros:

Vuelan los cuervos y los dragones

Vuelan estrellas y moscardones

Vuela la magia de mis abuelas

de los anillos, las habichuelas.

Vuela un hechizo y casi lo atrapo,

vuela y transformo ranas y sapos

en hormiguitas y caracoles

¡abracadabra, magia y frijoles!

No me quedé a mirar. Ya conozco sus hechizos de transformaciones. Sabía que después de esos versos raros íbamos a tener la cocina llena de intrusos. Hormigas en la azucarera y baba de caracol por toda la mesada. Eso, hasta que cambiara de idea. Entonces convertiría las hormigas y los caracoles en conejos y liebres. Y después, los conejos y liebres en ratones y murciélagos. ¡Si la conoceré!

Así que me fui directo al almohadón, lo más tranquilo. Había pasado toda la noche despierto, en el callejón, con mi pandilla. Participamos en alguna pelea (siempre hay que demostrar que uno tiene bien puestos los bigotes), nos comimos las sobras que tiró el pescadero y nos revolcamos un rato sobre los desperdicios, para que el olorcito a calle se nos quede bien impregnado entre los pelos.

En fin, ¡estaba exhausto! Y el sueño me fue llevando. En mi cabeza empezaron a sucederse una serie de imágenes sin relación ni sentido: el ronroneo de la gata de al lado, una hormiga patinando en baba de caracol, Ella revolviendo su enorme caldero, yo saboreando las espinas de un filet apestoso. Y de pronto, su voz de trueno diciendo “apestoso, apestoso” y este olorcito a tufo, tan familiar y tan mío, que me llenaba los pulmones.

Entonces, de la nada, sin que yo entendiera muy bien lo que pasaba, con mi mente todavía perdida entre las imágenes dispersas y hediondas de mi sueño, sentí sus dedos huesudos sobre mi pescuezo:

–¡Arriba, Sombra! ¡Vamos, que necesito un gato apestoso para la transformación!

Salté como un cobarde. Tanto, que llegué hasta la enorme lámpara del techo que, por el balanceo y mis garras afiladísimas, comenzó a desplomarse. Ella gritaba desde abajo:

–¡No seas ridículo, Sombra! Por mucho que te resistas, te voy a transformar igual.

Empecé a temblar como una gelatina. ¿En qué me trasformaría, en una cucaracha? ¡A mí me gusta mi vida gatuna! ¡Me gustan mis bigotes, mis orejitas paradas, mis garras superpoderosas!

Que nada pueden hacer contra sus hechizos, claro. Porque las garras se me desprendieron de golpe y sin que yo pudiera evitarlo.

Y aquí estoy, vencido. Con la cabeza llena de espuma, perdiendo mi adorable hedor. Y lo peor: soportando sus malditos versos raros:  

Desaparece, gato apestoso

que venga otro más glamoroso

Abracadabra, agua y jabón,

¡que se complete la transformación!

Y Sí, lo reconozco: hubiera preferido que me convierta en cucaracha.

El tiempo pasa

El padre salió de caza
el niño espera el regreso
jugando al lado del fuego
con pedacitos de huesos.

En tiempos de faraones
comparten un tiempo juntos
dos niños que van pateando
una pelota de junco.

En la era de Julio César
una mañana de abril
arrastran dos hermanitos
su carroza de marfil.

Dos príncipes pequeñines,
en tiempos de caballeros,
se pasan la tarde entera
con un juego de tablero.

En una corte lejana,
en medio de un gran salón
una niña está vistiendo
su muñeca de cartón.

En tiempos de carreteras
y producción industrial
Juega un niño en la vereda
con autitos de metal.

Desfilan después muñecas
de porcelana y de cera,
los soldaditos de plomo,
los caballos de madera.

¿Y qué otros juegos siguieron?
¿Te animás a continuar?
Te va a servir esta lista
si te quedás sin señal.  

Arreglo floral

La boda de Blancanieves
requiere organización,
y los arreglos florales
no son un tema menor.

Feliz propone un buen ramo
de alegrías del hogar
“Yo prefiero pensamientos”,
dice Sabio sin dudar.

Aunque también dice algo
Tímido, muy bajito
parece que nadie escucha
(excepto, tal vez, Mudito).

Dormilón, que quiere sombra,
para dormirse una siesta
Propone plantar un roble
en el medio de la fiesta

Mocoso que, pobrecito,
no para de estornudar
sugiere mucho eucaliptus
en pisos, techo y altar

Gruñón resopla ofendido:
“Hay que ser original:
propongo que no haya flores,
yo digo, para innovar”

Los siete discuten tanto
que hasta la bruja malvada
desde la torre más alta
escucha compenetrada.

Tal vez ha sido casual
que justo por esas horas
la bruja mandó un manzano
como regalo de bodas.

Continuación

El señor Hook completa el libro de viajes por última vez. Anota un horario, aunque no lleva reloj (odia los relojes) y es exacto: nueve horas, dieciséis minutos, dos segundos. Todavía no amanece. Es lógico: aquí, en Ushuaia, los días son cortísimos.  

Le cuesta recordar cómo llegó a este sitio. Pasaron demasiados años. Cuarenta y tres, para ser exactos. Un guardabarrera interrumpe sus pensamientos:

–¡Felicitaciones, señor Hook! –Él levanta el gancho en señal de saludo. Lleva tantos años aquí que ha adquirido buenos modales.

Atraviesa la puerta principal de la estación y se dirige directo al andén dos. Enciende la caldera. En cuatro minutos, la locomotora ya está en marcha. El humo se confunde con la nieve del paisaje. Blanco sobre blanco.

Hook se ha acostumbrado al frío. Es algo que extrañará. En eso piensa mientras jala la palanca. Tu tuuu, el silbato anuncia la salida. Nueve horas, veintidós minutos, cero segundos. Ya es hora.

El tren se aleja de la estación. Va sin pasajeros. Hook lo ha pedido como regalo de jubilación: un último viaje hasta los talleres. Si todo va bien, no llegará a los talleres.  

Acelera. El traqueteo del tren se confunde con los latidos de su propio corazón. Así de nervioso está. Como hace cuarenta y tres años, cuando sorpresivamente vino a parar a esta región desconocida.

Apenas recuerda los instantes previos a su llegada. La fastidiosa voz de Smee: “¡Cuidado, Capitán Garfio!”. Su gancho soltando el timón. El frío de la espada contra sus riñones. Un salto hasta el palo de mesana. ¡Ah, su adorado barco, el Jolly Roger, que levanta vuelo!  Y ese niño del demonio, Peter Pan.  

Zac, su espada corta una nube al medio. El enemigo retrocede y él avanza un paso. Zac, un paso más.  Zac, otro que es también el último. Cuando se da cuenta, ya está en el aire.  Pero él no puede volar.   

Y cae. Cae por toda una galaxia y llega al punto final de un planeta que se llama Tierra. A las aguas heladas del Canal de Beagle, donde alguien lo confunde con un náufrago. Lo llevan a una aldea, lo bañan, le dan ropa nueva, lo empiezan a llamar Hook y le enseñan el oficio de maquinista. Sin niños perdidos ni polvos mágicos ni inútiles ayudantes buenos para nada. En un tren seguro, que anda siempre por sus vías y no puede volar.   

Hasta ahora, porque es tiempo de volver a casa. Nueve horas, veintiocho minutos, cincuenta y siete segundos. Está por salir el sol y en ese amanecer se verá la ruta hacia el Nunca Jamás. Un nuevo Jolly Roger lo llevará a destino. Directo hasta la segunda estrella, sin escalas.   

Hook ha introducido suficiente polvo de hadas dentro de la caldera (¡hay tantas de estas criaturas desperdigadas por los bosques de la Patagonia!). Apenas asome el primer rayo, la locomotora se elevará. Y se elevará. Y atravesará el bosque. Y las montañas. Y el cielo. Y el universo lleno de estrellas. Y como el buen capitán de barco que nunca dejó de ser, Hook reconocerá su isla. El árbol de los ahorcados, el campamento indio, la roca de las sirenas.  

Y exactamente a las nueve horas, treinta y tres minutos, doce segundos (Hook lo sabe con certeza, aunque no le gustan los relojes) Peter Pan lo verá volver, después de cuarenta y tres años, montado en el mismísimo Tren del Fin del Mundo para acabar esa batalla que nunca terminaron.   

Un buen trato

Merlín es un exagerado (eso no lo vamos a negar) pero la verdad es que estamos donde queremos estar. Si vivimos en este lugar es porque estamos bajo su protección, y no somos desagradecidas. Está bien: la historia no es exactamente así como él la cuenta. ¿Pero a nosotras qué nos importa?

Lo primero que hay que aclarar (más allá de lo que digan todos) es que Merlín no tiene un don extraordinario. Él dice que habla con las hormigas, y eso es verdad. Porque hablar, nos habla. “Traigan esas hojitas”, dice. Y nosotras, como entendemos y somos obedientes, le llevamos lo que nos pide. O sea: somos nosotras las del don extraordinario. Nosotras, que lo entendemos a él.  

Merlín, en cambio, no sabe ni una palabra de hormigonés. Incluso creo que ni siquiera nos escucha. Porque (antes de venir para Camelot) le pedimos de mil maneras diferentes que nos dejara en paz, que por favor dejara de observarnos. Y él seguía, como si nada. Todo el día tirado panza abajo, mirando lo que hacíamos o dejábamos de hacer. Incluso en esa época nos puso un nombre a cada una. Yo soy Diecisiete y mi mejor amiga (que en paz descanse) se llamaba Dieciséis.

A veces nos cambiábamos de lugar, para confundirlo. Y él, aunque no nos sacaba la vista de encima, ni siquiera se daba cuenta. Después iba y le decía a todo el mundo que nos conocía más que nadie. ¡Ja, él quisiera!

Otra de las pavadas que cuenta es que nosotras le revelamos la ubicación de Camelot. Que lo trajimos directo para acá. ¡Como si hubiera sido nuestra intención! En realidad, quisimos escaparnos (de verdad era muy molesto que nos estuviera observando todo el tiempo) pero estaba tan obsesionado con nosotras, que nos siguió.

A los pocos días detuvimos la marcha y empezamos a construir nuestro hormiguero bajo tierra. Entonces, se volvió loco.

–¿Dónde se metieron? –gritaba desde arriba y ¡zas, zas, zas! nos fue bombardeando a espadazos. Con su jueguito de la espada no solo perdimos a Dieciséis (que en paz descanse), yo me despedí de media antena y Diecisiete se quedó sobre tres patas. De alguna forma había que pararlo.  Así que la Reina nos ordenó. Hay que ver lo fortísimas que somos al trabajar en equipo. Nos agarramos de las patitas y formamos una red que aprisionó la punta de la espada.

Sentíamos cómo Merlín la tironeaba para arriba, pero no estábamos dispuestas a ceder. El hombre era un peligro con esa espada en mano, mejor que se quedara enterrada.

Enseguida empezó a desfilar un montón de gente. Claro: Merlín les había prometido que quien pudiera desenterrar la Excalibur (así le puso a la espada) sería Rey de una Nación. Nosotras aguantamos lo que pudimos. Tampoco nos íbamos a quedar eternamente así, sujetando la espada hasta el fin de nuestros días. Así que cuando llegó un tal Arturo, que nos cayó simpatiquísimo, soltamos la Excalibur y nos fuimos a buscar un nuevo hogar.

El hogar fue Camelot, y Merlín (que no puede hacer nada sin nosotras) decidió que era la Nación ideal para cumplir su promesa. No salió mal. El Rey Arturo mandó a construir un castillo justo encima de nuestro hormiguero. Y la mejor parte es que tenemos acceso directo a las cocinas del reino. A sus terrones de azúcar, sus tarros de miel, sus panes recién horneados.

Como contamos con la protección del Gran Mago Merlín (el Consejero del Rey) al cocinero no le queda más remedio que soportarnos. Así que estamos a mano: que Merlín cuente su historia como quiera, mientras nos deje seguir viviendo aquí, en nuestro Camelot-Paraíso.  

Pirata del asfalto

hormigapirata

                                             https://fernandocarmona.com.ar

He sabido de una hormiga
que, vestida de pirata,
partió en barco de papel
hacia el Río de La Plata.

Negoció en la alcantarilla
con una banda de ratas
y les compró, muy barato,
una brújula y un mapa.

Salió por las tuberías
hasta una calle inundada
y dejó que la corriente
cuesta abajo, la llevara.

Después fue siguiendo el mapa:
hasta el semáforo, recto
enseguida a la derecha
¡Y ahí nomás estaba el puerto!

Pero ya van doce años,
tres semanas y dos días
y ella sigue en la ciudad
navegando todavía…

Añora, quizá, enfrentar
tormentas y tiburones
¡Pero no es poca aventura
esquivar a los camiones!

El obsequio (versión de una leyenda mapuche)

Araucaria-Araucana-C.-Valverde

Esta historia se contó por primera vez hace tantos años, que ya no se puede saber cuántos. Seguramente nació alrededor del fuego (porque así se contaban las historias antes) en un idioma diferente al nuestro y en medio de un escenario majestuoso. Un lago y, a lo lejos, unas montañas nevadas. Un árbol que se balancea con el sonido del viento. Tiene un tronco larguísimo y unas ramas verdes y frondosas que se elevan hasta las nubes.  Se llama pehúen y es el corazón de esta leyenda, que así comienza:

Hubo una vez un pueblo que debió soportar un invierno duro. Bajo la nieve, se perdieron casi todos los frutos y todos los cultivos. Se alejaron los animales, y ya no hubo qué comer.

Ankatu salió, como otros, a buscar alimento. Se alejó de la aldea con la esperanza de encontrar algo más que piñones de pehuén, que no podían comerse porque eran venenosos.

–¿Por qué nos das tantos piñones, Nguenechén  –se quejó en voz alta, sin pensar que el buen dios lo escuchaba– , si no nos sirven de nada?

Apenas acabó de decir aquello, un anciano de larga barba  y mirada bondadosa se presentó frente a él.

–Pueden comer esos piñones, Ankatu. –le dijo– Serán mi obsequio. Hiérvanlos hasta que se ablanden. Tuéstenlos y guárdenlos bajo tierra para que nunca les falte alimento otra vez. Y celebren. Porque el árbol sagrado es de ustedes y el pehuén seguirá creciendo en su tierra, y alimentándolos.

Cuando, más tarde, el sabio de la tribu escuchó el relato de Ankatu, no dudó ni un instante:

–¡Nguenechén ha bajado a la tierra para salvarnos!

Y todos comieron los deliciosos piñones, que hervidos y tostados, les devolvieron la vida. Fabricaron también con el fruto del pehuén una bebida que llamaron chahuí. La bebieron en honor a Nguenechén. Y celebraron.

Porque sabían que muchos años después los hijos de sus hijos seguirían hirviendo y tostando los piñones del pehuén, para alimentarse con ellos. Y, sobre todo, sabían que esta historia volvería a contarse una y otra vez, tal vez en otro idioma, pero de un modo más o menos parecido al que te cuento ahora.