Cuando entró al cuarto ya estaban dormidos. El libro sobre la mesa de luz, con el señalador todavía en la misma página. Se sintió culpable. Aunque estaban lo suficientemente grandes para leer solos, tenían un ritual. Y ella llegaba tarde, una vez más. Siempre tanto trabajo y el tráfico y los informes que no pueden demorarse más. Y qué pena: la lectura quedará para mañana.
Los arropa (ese es un gusto al que no va a renunciar). Les besa la nariz como cada noche y presiente el escalofrío en su respiración dormida. A Javi hay que cortarle el pelo. Este pijama ya no sirve más: cuánto ha crecido Cande últimamente. Sale de la habitación sin hacer ruido.
Se asoma entonces a su propio cuarto y ve la televisión encendida. Como las últimas noches, nadie la mira. Pedro le da la espalda, sentado al borde de la cama, otra vez con la vista fija en la misma foto. La foto de los cuatro, aquella navidad. Los ojos de él se pierden en quién sabe qué recuerdos y ella nota por primera vez algunas canas: es cierto aquello de que la tristeza nos hace envejecer. Y entonces otra vez vuelve la imagen para llenarla de culpa: el trabajo, el tráfico, los informes que no pueden demorarse más. Y también el asfalto mojado de aquel día, las luces que la encandilan y finalmente el camión. El camión que (congelando el tiempo) seguirá postergando los encuentros, día tras día.