Sin querer, el plan me salió redondo. A mi abuela le solucioné el problema de los caracoles. A los caracoles los salvé. Y el día terminó genial para mí.
Claro que hubo imprevistos. Pero fueron precisamente esos imprevistos los que generaron un resultado exitoso.
Primero: yo no imaginé que en el jardín de mi abuela pudiera haber tantísimos caracoles. Pensé que iba a sacar, como mucho, diez. Pero terminaron siendo sesenta y tres.
Segundo: los caracoles no son tan tranquilos como dicen. En diez minutos pueden hacer un desastre.
Tercero, y el más determinante de todos los imprevistos: mi mamá entendió cualquier cosa.
Todo empezó a la tardecita. Cuando mi abuela, como si nada, me pidió el arma homicida:
–Dame ese frasquito, Jere. El que dice “mata babosas y caracoles”.
Por supuesto, yo me negué. Porque una cosa es quererla mucho a mi abuela y otra muy distinta es ser cómplice de asesinato. Entonces fue cuando comenzó a explicarme que los caracoles son una plaga y que las plantas tienen derecho también a la vida y que sus rosales y que sus geranios y que blablablá.
Y en medio de todo su discurso amoroso hacia las flores pero insensible hacia los moluscos, a mí se me ocurrió la buenísima idea de buscarles otro hogar. Alguno en el que nadie los sentenciara a muerte solo por querer alimentarse.
–Te juro que me llevo hasta el último caracol, abue. Pero no los mates.
Y empecé a juntar. Al principio en un platito, pero enseguida necesité un balde. Mi abuela protestó en cuanto me vio entrar a la casa:
– ¡Sacá de mi vista esos bichos horripilantes!
A mí en cambio me parecían simpatiquísimos con su andar gelatinoso. No paraban de moverse adentro del balde y largaban como una espuma que empezó a pintar de blanco los caparazones.
–¡Qué asco! –volvió a protestar mi abuela. Así que enganché el balde en el manubrio de la bicicleta y me fui. Pedaleé sin pensar adónde iba y mis piernas, acostumbradas a hacer el recorrido de regreso a casa, me llevaron hasta ahí.
Estaba por meter las llaves en la puerta cuando se me ocurrió que podía llevarlos hasta la canchita donde entrenamos los domingos. Pero mis ganas de hacer pis fueron más urgentes, y entré a casa.
Una pared blanca. Una bicicleta apoyada en la pared. Un balde colgando del manubrio de la bicicleta. Un menjunje de antenas y caparazones adentro de ese balde. Y diez minutos enteros para hacer un desastre.
Por fin, el grito de mi mamá: “¡Jeremíaaaaas!”.
Había baba de caracol por donde miraras. Desde el paragüero hasta la tele. Y sesenta y tres caracoles sueltos por el living de mi casa, que mantenían el grito de mi mamá encendido.
Cuando terminamos de limpiar todo aquel lío, antes de que yo pudiera decirle que enseguida me los llevaba para la canchita, ella me preguntó:
–¿Tienen que ser caracoles? ¿No podés elegir otra mascota?
Al perro lo llamé Caracol, por supuesto. Y a los caracoles, los saludo cada domingo después del entrenamiento. Después de todo, yo tuve mi final feliz gracias a ellos.