Abuela-hada

Eran tres hermanas: Fernanda, Evangelina y Guadalupe. Vivían sobre la calle Alvear, en Ituzaingó y a mí me encantaba ir a su casa. Cuando jugábamos al Mago de Oz, en el patio, las baldosas se pintaban de amarillo y aparecían cien torres hechas de piedras preciosas, al final del camino. Un día llegó su abuela de visita:

—¡Hada! —gritaron las tres.

Y entonces, yo lo entendí todo.

Coartada

Para que no se enteren de que me he marchado dejé a la vista el papel doblado en cuatro. Mabel querida, que verás los números malditos y el nombre de la que, imaginarás, congeló nuestro tálamo. «¿Aló?», dirá la secretaria del Coronel y el mundo se esfumará para ti. Dormirás a los niños y fingirás que esta noche trabajo en el Ministerio, sin escuchar a la prensa clandestina que ya hablará del secuestro de Evita.

Yo llegaré a Milán , ensimismado. Escucharé la misa in memoriam. Marcaré los números malditos: «Está hecho, Coronel».

Mabel querida, que no sospecharás que, viudo, atravesé los mares para arrancar un tumor de nuestra patria.

Consuelo

«¿Y me va a tapar si me destapo?». Ni eso, ni prepararle la leche, ni llevarlo al cole, ni siquiera hacerle sana sana cuando se caiga de la bici otra vez, ahora que anda sin rueditas…¿Qué le puede importar a él que su madre lo mire desde el cielo entonces? El padre clava la vista en el televisor y sonríe con la esperanza de que el chico crea que los ojos le brillan por el reflejo de la pantalla. Ya ha tenido que hablar tres veces con la directora este último mes y excusarse con cuatro compañeritos distintos porque si no roba, pega y si no insulta, escupe. «¡Si ella estuviera aquí!», no puede evitar pensar y vuelve la cara hacia la ventana, para que Nahuel no vea la lágrima que le atraviesa el rostro diez años más viejo desde el entierro, seis meses atrás.

Y entonces la madre vuelve transparente, etérea como una brisa suave y se cuela  a través del dintel de la ventana. Nahuel ve danzar frente a la biblioteca un millón de partículas transparentes que por el reflejo del atardecer parecen bichitos de luz. Un lomo amarillo le busca los ojos y el niño, como movido por una fuerza invisible pero irrechazable, acaricia la vetusta tapa donde un lobezno ceniciento corre al encuentro de (más tarde sabrá) el indio Castor Gris.

Y su tristeza, así, descansará de a ratos, perdiéndose en las páginas del libro.

La mujer nueva

Una nueva mujer pronto comenzaba a asomarse. Y claro, se dice tan fácil. Como si una pudiera dar el portazo de una vez por todas, me gustaría verle la cara a éste si pido una docena de empanadas en la esquina. Solo eso. Una docena de empanadas y soy una mujer nueva, nuevita, nuevita. Otra persona. Que si las cocinan demasiado o tienen poca cebolla o le dan acidez y una no tiene ningún derecho a decir no tengo ganas, que no te cocino porque me harté de vos y de tus cosas y se me dio la gana llamar y llamé. Y sí, que fue con la plata que me diste para la tintorería y qué si me quise gastar el vuelto en una docenita, ¿a qué tanto escándalo? que ni un par de medias me compro para mí y me importan tres carajos tu acidez y la mar en coche, que para mí las empanadas compradas están más que bien porque no dan trabajo y un día de vacación es un día de vacación y yo me lo gano bien atendiendote de sol a sol como si fueses crío…

– ¿Qué hacés leyendo bobadas, vieja, y qué comemos?

– Ná… una novelita tonta que me hace pasar el rato ¡con un final más zonzo encima! Estaba pensando en hacer unas empanaditas ¿te parece bien, querido?

Centinela

Trepé y observé sin pestañear. Las tablas azules- que oficiaban de base en la casa del  vetusto nogal- se ondularon como un rígido océano bajo sus piernas de bailarina incansable, como únicas ondas visibles del cerebral maremoto. Blancos los ojos. Tiesas las manos. La boca omnipotente, hacedora de inefables graznidos en su voz de niño. Cual una Piedad- petrificada, nívea, deleznable- mis manos lo envolvieron y el abrazo fue edredón de su agonía. Una plegaria implícita en mis labios secos se materializó en la voz espectral de una madre embriagada del terror más aciago: “Hijo mío, hijo mío”  y entonces de pronto, como si hubiese pronunciado las arcanas palabras de un ritual tribal, comprendí mi destino y me volví centinela del volcán que amenaza su juicio y mi reposo: algo había cambiado para siempre en la casa del árbol y en mi mundo.   

Negación

«No sé si les pasa, pero me es imposible evitar que los muebles se manchen con ceniza. Peor con la manía de Juan Carlos, de no mirar hacia abajo cuando descarga el cigarrillo», lo dice mientras le arregla el cuello de la camisa y, con las palabras todavía flotando en el aire, vuelve sobre sus pasos y se mete en el dormitorio. Elena sale con una corbata azul colgándole del antebrazo y continúa hablándonos de la ineficacia de los lustramuebles mientras le hace el nudo con una prolijidad que asusta y arregla los pliegues de su último traje. Recién entonces parece darse cuenta de que ha quedado viuda y cierra el cajón de un golpe.

Contexto equivocado

En ese instante, todos supimos que jamás volveríamos a vernos. Los dos nos miraban entre nostálgicos y alegres, nerviosos por no poder ocultar la envidia irreprimible que indudablemente  también habríamos sentido Juan y yo, de haberse dado las cosas al revés. No quise ver a sus niños, porque se habrían dado cuenta de la lástima en mis ojos. Pensé en darles el teléfono o la dirección para que aquella amistad florecida en el dolor no se marchitase en su capullo. En cambio, cerré la puerta y salí de Neonatología.  Quién sabe si los mellizos López se salvaron, a veces pienso en ellos cuando veo a Nacho gateando por la casa.

Mímesis

-Lo siento, hicimos lo que pudimos. Está muerto -lo dijo con tal histrionismo que le creí, absolutamente le creí cada palabra.  El pensamiento indecoroso me consumió por entero: estaba tan guapetón con su ambo de doctor y los ojos tan llenos de culpa… “¿Muerto?”, pensé y le miré los labios todavía mojados por las palabras que acababa de lanzar al vacío, como si no estuviéramos en el tablado ni hubiera gente en el palco observándonos. Tantas veces ensayar una respuesta para que ahora…La escuché a la otra con su vestidito de enfermera de playboy soplándome tras bambalinas, y una lágrima me recorrió la mejilla aunque no me lo pedía el libreto. Esa noche el público nos aplaudió como nunca pero yo me volví sola a casa.