«¿Y me va a tapar si me destapo?». Ni eso, ni prepararle la leche, ni llevarlo al cole, ni siquiera hacerle sana sana cuando se caiga de la bici otra vez, ahora que anda sin rueditas…¿Qué le puede importar a él que su madre lo mire desde el cielo entonces? El padre clava la vista en el televisor y sonríe con la esperanza de que el chico crea que los ojos le brillan por el reflejo de la pantalla. Ya ha tenido que hablar tres veces con la directora este último mes y excusarse con cuatro compañeritos distintos porque si no roba, pega y si no insulta, escupe. «¡Si ella estuviera aquí!», no puede evitar pensar y vuelve la cara hacia la ventana, para que Nahuel no vea la lágrima que le atraviesa el rostro diez años más viejo desde el entierro, seis meses atrás.
Y entonces la madre vuelve transparente, etérea como una brisa suave y se cuela a través del dintel de la ventana. Nahuel ve danzar frente a la biblioteca un millón de partículas transparentes que por el reflejo del atardecer parecen bichitos de luz. Un lomo amarillo le busca los ojos y el niño, como movido por una fuerza invisible pero irrechazable, acaricia la vetusta tapa donde un lobezno ceniciento corre al encuentro de (más tarde sabrá) el indio Castor Gris.
Y su tristeza, así, descansará de a ratos, perdiéndose en las páginas del libro.