El aljibe

En una calle empedrada, cerca de Plaza Mayor, hay una casa de dos pisos. Fermín la mira. Su padre le ha contado que las grandes casas tienen un patio central, y casi siempre un aljibe.

Su padre sabe de agua, porque es aguatero y la reparte por toda la ciudad. Fermín siempre lo acompaña. Se levantan al amanecer, enganchan los bueyes al carro y después se meten en el río. A Fermín le encanta recoger el agua y llenar los baldes. Su padre le ha enseñado cómo hacerlo sin salpicar. También le ha dicho que hay que dejarla reposar, así el barro baja y el agua queda limpia. Lista para entregar.

Ahora mismo, Fermín está por llevar un pedido. Por primera vez no lo acompaña su padre, y se siente grande por eso. La casa de los Riglos está dos calles más abajo. Tiene tiempo para descansar, así que se detiene a ver la casa.

Apoya el balde frente a la puerta, y se queda pensando en el aljibe que no conoce pero imagina bien: seguro tendrá detalles en mármol y un escudo labrado.

Distraído como está, no espera que la puerta se abra de par en par. ¡Todo pasa tan rápido! Un chico, como de su edad, sale corriendo. Detrás, viene su hermana con los ojos vendados.

 —¡Gallito ciego, gallito ciego! —le grita él. Y ella tropieza con el balde.

El balde que estaba rebalsando, listo para entregar. El balde que los Riglos esperaban. El balde que ahora está vacío, sin una gota de agua.

—¿Qué voy a hacer? —solloza Fermín— ¿Qué le diré a mi padre?

—Fue nuestra culpa —lo consuela el señorito.   

—Repondremos el agua —promete la niña, que ya se ha quitado el pañuelo de los ojos.

Y así Fermín, por primera vez, ve un aljibe. Es de ladrillo colorado y tiene una flor de hierro en el centro.

Más tarde le contará a su padre del mecanismo para subir el agua. Y de sus nuevos amigos, que viven en la gran casa sobre la calle empedrada.

Amira, la faraona

Ilustración de Tania Recio para el libro EL PERFUME DE LA FARAONA de Kyra Galván (editorial El Naranjo)

La hermosa princesa Amira camina a orillas del Nilo. Ha sido proclamada faraona y tendrá que enfrentar su destino. Atraviesa el desierto con la cabeza en alto, segura de que vencerá a sus enemigos. Sabe que son poderosos, pero no se detiene.

La hermosa princesa Amira ya es faraona. No le teme a nada, porque no hay en todo Egipto un poder más grande que el de un faraón. Lleva su túnica blanca, con finos bordados en oro y plata. Sus brazaletes tintinean. La faraona avanza.

Recuerda las palabras de su gente. Eso le da fuerzas:

—¡En ti confiamos, faraona!

—¡Protégenos!

La faraona se siente poderosa. No le teme a las plagas ni a las momias ni a las maldiciones. Y mucho menos, al malvado Ramsés.

Ve la pirámide, amenazante, frente a ella. Da un paso.

Dos.

Uno más.

Entra.

El malvado Ramsés la está esperando, con sus ojos amarillos y feroces. Amira observa en la cabeza del traidor el pañuelo a rayas, a modo de corona. Ve también el cetro y la falsa barba, que solo pueden llevar los reyes.

—Malvado Ramsés, ¡devuélveme lo que me pertenece! ¡Yo soy la faraona!

Y habría sido la batalla más memorable de toda la Historia universal, si no fuera porque del modo más inoportuno llegó su madre con la merienda:

—¿Pero qué es todo este lío, Amira? ¿Y de qué lo disfrazaste al pobre gato?

—¡Ufa, mamá! ¿No ves que estoy jugando?

Ramsés maúlla, aliviado. Y aprovecha la ocasión para salir de la pirámide que Amira improvisó con una sábana y dos sillas: mejor se va a dormir la siesta.

La faraona moja una galletita en la chocolatada. Y está bien: tiene que reponer fuerzas para la próxima batalla.

Limones

A Don Joaquín le teníamos miedo. Tal vez porque era callado. O muy serio. O por las dos cosas a la vez.

—¡Pero si es amoroso! —nos decía mamá.

Nosotros no estábamos de acuerdo. Porque nunca sonreía ni nos dirigía la palabra. A lo sumo, si nos escuchaba venir por la vereda asomaba la cabeza por la ventana. Y se quedaba mirándonos fijo hasta que entrábamos a casa, siempre con la frente arrugada y cara de enojo.

Por eso, cuando jugábamos a la pelota en el jardín tratábamos de no patear para su lado. No nos preocupaba que la pelota fuera a parar a la casa del otro vecino, pero nos daba terror invadir el terreno de don Joaquín.

Y un día lo invadimos. Claro que no fue a propósito, de hecho Manu estaba apuntando para el otro lado. Pero intentó una jugada, saltó en el aire y dio una vuelta hacia atrás. La patada fue limpia y perfecta: la pelota pasó por encima suyo y atravesó la medianera.

Quedamos paralizados. Un poco por la emoción (¡Manu había hecho una jugada increíble!) y otro poco por el miedo a don Joaquín.  

—¡Andá vos, Iván!— me dijo Manu.

—¡Ni loco! —le respondí yo.

Pero me trepé en la medianera: había que medir los daños. Tardé en ver la pelota porque el jardín de don Joaquín está lleno de árboles. Y, la verdad, no sé qué vi primero. Si a don Joaquín saliendo por la puerta trasera de su casa, o a la pelota justo debajo del limonero.

Conté cuatro limones. ¿Habrían caído por el pelotazo? Por la cara que puso don Joaquín, temí que sí. Y salté de nuevo a nuestro jardín, para ponerme a salvo.

—¡Entremos! —le dije a Manu.

—¿Por qué? ¿Y la pelota?

La pelota la trajo don Joaquín diez minutos después. Y no solo eso, traía los cuatro limones en una bolsa transparente y algo más bajo el brazo, que no llegué a distinguir desde mi ventana.

—¡Manu…Iván…! —nos llamó mamá, al ratito— ¡Vengan, que don Joaquín quiere hablar con ustedes!

Nos asomamos con la cabeza baja. Pensé que nos iba a retar, y encima adelante de mamá. Por eso me sorprendieron sus palabras: 

—¡Gracias por la cosecha, campeones! —Sonaba amistoso.

Enseguida nos mostró el exprimidor. Y le pidió a mamá un poco de hielo. A mí me mandó a buscar agua mientras él cortaba los limones en mitades:

—¡Probá vos, primero! —le dijo a Iván.

¡Fue divertido! Exprimimos tres mitades cada uno, las otras dos las exprimió don Joaquín. Mamá sacó fotos: Manu mezclando la limonada, yo sirviéndola, don Joaquín probándola.

Desde ese día, nos saluda siempre. Y a su modo, creo que también sonríe.

¡Los limones lo cambiaron todo! 

Una idea congelada

Al principio, la idea de Nanuk no me gustó.

—¿Vender helados aquí, en el Ártico? —le dije, sacudiéndome la escarcha de las plumas. 

Y como no podía entender que no viera lo más obvio, también se lo planteé:

—¿De qué gustos? Si acá solamente hay nieve.

Ahí nomás se puso en acción. Fue un espectáculo inusual: no todos los días se ve un oso polar yendo y viniendo, oliendo todo a su paso, dejando un surco sobre el hielo. Fuimos testigos, todos. Porque todos lo vimos recolectar nieve. Clasificarla en capullos de clavel ártico (la única flor que crece por acá). Y meterse al agua para volver con un montón de algas que, después supimos, usaría para decorar.

Lo único que nadie vio fue el ingrediente secreto, que sin duda es fundamental. Porque la verdad sea dicha: su helado es espectacular. Y los gustos, riquísimos: nieve escarchada, nieve recién caída, nieve del aire, nieve del suelo, nieve ventosa, nieve granizada, nieve a punto nieve, nieve mojada, nieve congelada, súper nieve Nanuk.   

Su negocito habría continuado más, si no fuera porque yo metí el pico. No me siento orgullosa, pero las cosas no resultaron mal. Además, ¿para qué sirve una gaviota si no es para llevar mensajes de una punta otra?

Volé hasta la Antártida (al otro lado del mundo) y se lo conté a un pingüino. Y él, a una estrella de mar. Y ella, a una foca leopardo. En fin: ese mismo día me encargaron 6458 helados, así que emprendí vuelo con mi lista bajo el ala.

Cuando aterricé nuevamente en casa, Nanuk ya estaba agotado. Ojeroso, miraba la larga fila de clientes que nunca terminaba. Y claro, cuando vio mi lista colapsó.

Dio un zarpazo sobre los helados en exposición, pegó un gruñido feroz y se fue a dormir la siesta.

—¿Cuándo volvés? —le preguntó una morsa. Él rugió:

—¡Jamás!

Todos (desde el búho de las nieves hasta el zorro polar) se enojaron conmigo. Y eso sin contar a los 6458 clientes que me esperaban en la Antártida. Debía limpiar mi buen nombre y, sobre todo, volver a comerme un helado de Nanuk, así que pensé una estrategia de negocios.   

Ahora somos Nanuk y asociados. Tenemos recolectores de nieve, buscadores de algas, clasificadores, una sección de empaque y una transportista, que soy yo. Nanuk solo se levanta para añadir su ingrediente secreto, así que anda descansado y con mejor humor.

Eso que todavía no le di la noticia: nos vamos a expandir al Amazonas. Mañana me encuentro con un tucán para ver cómo resolvemos la cadena de frío. Tal vez podamos agregar nuevos gustos, como Agua descongelada o Nieve que se derritió.

Decidirá Nanuk, cuando se despierte.

Elijo creer

Mamá dice que lo de Lobo fue casualidad. Que no tuvo nada que ver el nombre: le puse así porque se parecía y punto. Cómo nos íbamos a imaginar, en medio de una ciudad y rodeados de edificios, que podía pasar lo que pasó. Ni el doctor Vera lo entiende todavía.

Cuando se lo llevamos, siendo un cachorro, lo revisó como a cualquier perro. Le escuchó el corazón, le miró los dientes, le puso una vacuna.

–Muy bien, Lobito. Estás sano –le dijo, y nosotros nos fuimos de lo más contentos para casa.

Esa misma noche empezó a aullarle a la luna. Pero eso no nos hizo sospechar, no todavía.  

–Son los genes del lobo –me explicó papá–, porque los perros descienden de los lobos ¿lo sabías?

Y no, no lo sabía. Pero lo busqué en Google y vi que papá tenía razón. El término científico es canis lupus, yel primer perro (prehistórico) vivió hace 33.000 años en Siberia. Antes de eso, todos eran lobos. Me pareció alucinante que le hubiera puesto el nombre, sin saber.

Al principio Lobo se comportaba como un perro cualquiera (salvo esa extravagancia de aullarle a la luna). Comía todo su alimento balanceado, dormía, jugaba conmigo y así todo el día. Lógicamente, enseguida empezó a crecer y tuvimos que cambiarle el almohadón donde dormía.

Tenía las patas más largas, se había vuelto cabezón y empezaba a caminar raro. 

–Parece una top model –dijo papá, que fue el que se dio cuenta de que Lobo apoyaba su pata trasera exactamente en el mismo lugar en donde antes había puesto la delantera. Era un capo del equilibrio, mi Lobito.

Pero un día se enfermó de la panza. El doctor Vera le quitó el alimento balanceado y le dijo a mi mamá que le preparara arroz, por lo menos hasta ver qué tenía. Le hizo un montón de análisis y nos mandó con muchas recomendaciones a casa.

Lobo no se puso mejor, todo lo contrario. Y tuvimos que volver a la Veterinaria.

Y entonces el doctor Vera sospechó. Primero hizo un repaso en voz alta:

–Camina erguido, le hace mal el arroz e incluso el alimento balanceado…

Después, agarró el teléfono y llamó a la doctora “Algo”. Me emocioné cuando dijo canis lupus. Me sentí importante, como parte de esa reunión de expertos veterinarios.

–Es musculoso, sí. Hocico largo, también… –dijo sin soltar el teléfono mientras acariciaba la trompa de Lobo. Después nos miró a nosotros–, ¿es sociable?

–Re –dije yo, aunque mamá movió la cabeza como diciendo “más o menos”. Porque, la verdad, solo me daba bolilla a mí.

Lo demás se lo imaginan. Mamá le dio un corte de carne (“Ni lo cocine”, le dijo el doctor Vera), y esa fue la prueba de oro. Lobo se puso rebien después de comerlo con ganas.

El día que se lo llevaron lloré toda la tarde. 

–Tenés que entender. Es un animal salvaje, tiene que estar con su manada–Y blablablá. La cuestión es que me dejaron sin Lobo.

Y ahora me quieren conformar con un pececito. Ya tuvimos mucho por este año, dice mamá. Un pececito es menos riesgo, cero stress. Una apuesta segura.

Todavía no le dije que le voy a poner Tiburón. Ni le voy a decir, por las dudas. Que se entere, en todo caso, cuando tengamos que cambiarle la pecera.    

Un héroe de plastilina

Como otros superhéroes, Megaplás encontró su destino de pura suerte. Podría decirse que fue un error de laboratorio. O del aula de Primer Grado, porque ahí nació. Su creador, el ingenioso niño Wally, le dio vida un 22 de mayo poco después de las 9:52 de la mañana, cuando sonó el timbre del recreo.

­–Pongan sus creaciones sobre la maqueta –les había dicho la señorita–. Las exhibiremos en el patio durante toda la semana.     

¡Encima eso! Como si ya no hubiera sufrido bastante con la actividad, Wally tendría que aguantar también la humillación de que su torpeza con la plastilina quedara a la vista de todo el colegio.  

Le había tocado la de color rosa. Así que su primer intento fue hacer un cerdito. No le salió. Después probó con una flor: tampoco. Un flamenco, un globo, un helado. No, no y no. ¡Era un soquete con la plastilina! Para colmo, de tanto manosearla, el color se fue mudando a un gris rosado bastante asqueroso. Y la figura final terminó siendo una pelota medio cuadrada con tres orejas extrañísimas.        

Cuando sonó el timbre, todos (menos Wally) salieron disparados del aula y una corriente de aire puso a volar los papeles del escritorio. La maestra protestó:  

–Siempre lo mismo, se vuelan a cada rato. Y ese chiflete que entra por la ventana no ayuda.

Mientras la seño juntaba, Wally se acercó a la maqueta. Miró el delfín de Juani, la ranita de Ema, el camión de Efraín. ¡Estaban todos buenísimos! Y eso lo hacía sentir peor.

–¿El tuyo es un alien, Wally? –preguntó la seño, adivinándole la tristeza.

Él miró su extraña criatura gris rosada y no supo qué contestar al principio. Entonces se cayó un dibujo de la cartelera.

–¡Ay! –volvió a quejarse la mujer –. Este corcho ya no da para más, ni las chinches aguantan.

Y fue en ese minuto exacto cuando nació Megaplás. Wally arrancó una de sus orejas gris rosadas, la presionó contra el corcho y adiós, problema: la chinche se volvió a pinchar.  

Otra oreja fue directo a la ventana. Hizo un choricito y así tapó el chiflete que se colaba por el vidrio.

–No es un ningún alien, señorita –Wally contestó por fin a la pregunta que antes se había quedado sin respuesta–. Se llama Megaplás, y es un superhéroe.

El niño volvió a moldear su criatura. Añadió más plastilina y aparecieron dos nuevas orejas. Sonrió satisfecho. Era una hermosa creación.

– Será el guardián del aula –prometió la maestra–. Y vivirá justo encima de esta pila de papeles, para sujetarlos.  

Megaplás se acomodó en su nuevo hogar. A Wally le pareció que sonreía.

La banda de los cinco

El Gran Suceso los sorprendió en medio de un espectáculo. Atenea custodiaba la telaraña, que pendía de un hilo y sostenía a todos los demás. Debajo de todo, casi tocando la base del frasco, estaba el señor Escargot. Wilson encima de él. Menina encima de Wilson. Y Bizbiz, por último, en la punta de la torre.   

Después de 62 días de confinamiento (en promedio, porque el niño cazador de bichos los había capturado en diferentes días) y tras 12 intentos de fuga, habían encontrado el modo de pasar el rato sin sufrir.

La primera en entrar al frasco había sido Menina. Estaba tan acostumbrada al hormiguero que la soledad le resultó insoportable. Se habría dejado morir de hambre, de no por el señor Escargot (el segundo prisionero). Los caracoles pueden ser muy persuasivos, sobre todo cuando generan una baba asquerosa que lo ensucia todo, y vos sos una hormiga ultra maniática de la limpieza.

Para cuando llegó Wilson, el bicho bolita, Menina y Escargot formaban ya un buen equipo. Bajo una hoja de laurel, habían improvisado un depósito de miguitas (el niño humano los mantenía bien alimentados), lejos del gotero que embarraba el otro lado del frasco.        

Atenea llegó el día que montaron el primer espectáculo. Los tres estaban haciendo equilibrio sobre la tapa. Escargot producía suficiente baba como para mantenerlos pegoteados a todos. La acrobacia los hacía reír. Y la risa les borraba la tristeza del encierro.   

También los salvó de la araña. A Atenea le resultó tan divertido el show de bienvenida, que enseguida renunció a su deseo de almorzárselos, y puso su telaraña al servicio del espectáculo.

A los pocos días, Bizbiz sumó al elenco una cortina musical. El mosquito recién llegado zumbaba de maravillas y la banda sonora mejoró la performance. Para aquellos días, la vida anterior al frasco estaba ya tan lejos, que ninguno esperaba el Gran Suceso.

Pero el Gran Suceso llegó. Y el impacto fue violento. Hay que ver la velocidad de vuelo que puede alcanzar un frasco al ser embestido por un proyectil apestoso (dicen que fue una zapatilla, pero este no es un hecho que se haya podido constatar con certeza). 

La caída no los dejó ilesos. El señor Escargot se abolló el caparazón. Menina perdió una antena y pasaron varias semanas antes de que Wilson pudiera volver a hacerse bolita. Atenea, aunque había logrado caer en sus ocho patas, a veces (todavía) camina en zigzag por culpa del vértigo. Y aunque Bizbiz apenas sufrió alguna herida, cada tanto necesita hablar del Gran Suceso para entender qué pasó.

No solo el golpe fue difícil. La libertad es algo tan inmenso que a veces puede asustar. Pero bastan unos segundos para hacernos a la idea.

Así pasó con La banda de los cinco, que se fueron en fila, a buscarse un hogar. Y no volvieron a acordarse del frasco, ni del encierro, ni del niño cazador de insectos. Porque había otras cosas más importantes en qué pensar.

Como el próximo espectáculo, que por fin darían al aire libre.

Una mezcla rara

Al principio mi abuelo y doña Eugenia se llevaban mal. ¡Lógico: son tan diferentes! Ella habla demasiado. Y él, demasiado poco. Ella es capaz de creerte cualquier cosa (como que la luz del palier la rompió un extraterrestre en vez de mi pelota). Y él no puede creer en nada que no esté científicamente comprobado. Ella se viste con colores chillones y para mi abuelo una bufanda gris es demasiado llamativa.

–Son como el vals y el heavy metal –decía la del 4°B, que es profesora de música.

–Como un defensor y un delantero –decía el entrenador de fútbol que vive en el 3°A.  

–O como el agua y el aceite –decía el chef de la Planta Baja.

Y el científico del 5°C se ponía a hablarnos de moléculas y polaridades, de mezclas imposibles y heterogéneas y un montón de otras cosas de las que nadie entendía un pepino.   

Pero en algo coincidíamos todos. Había que evitar a toda costa que mi abuelo y doña Eugenia se cruzasen. Nunca, jamás de los jamases, bajo ninguna circunstancia y por ninguna razón, podíamos permitir que eso pasara.

Porque cuando mi abuelo y doña Eugenia se cruzaban, la cosa terminaba mal. Las reuniones de consorcio con ellos se hacían eternas. Porque uno quería “esto” y  el otro quería “aquello”. Si uno decía “sí”, el otro decía “no”. Y ambos eran capaces de discutir durante horas por las cosas más absurdas (como la trayectoria de vuelo de un mosquito).

El caso es que nadie sabe muy bien lo que pasó ese día. Pero el vals y el heavy metal, el defensor y el delantero, el agua y el aceite se quedaron encerrados en el ascensor durante siete minutos eternísimos.

En el edificio todos se pusieron como locos. El chef les prometió unas milanesas si lograban salir sin lastimarse. La profesora de música puso a todo volumen Trátame suavemente, un tema de Soda Stereo. El entrenador de fútbol les dio una charla motivacional acerca de la rivalidad y de lo importante que es trabajar en equipo. Y el científico se puso a hablar del polo norte y el polo sur, de las fuerzas magnéticas y la atracción de los opuestos.

A los siete minutos exactos, sin que nadie pudiera entender cómo ni por qué, ocurrieron dos cosas extrañísimas. El ascensor se puso a funcionar de nuevo, y mi abuelo y doña Eugenia salieron sonriendo y conversando como si nada.

–Le queda muy bien el rojo–le dijo mi abuelo, como si todos los demás no existiéramos.

–Ay, pero qué dice. Usted siempre tan amable conmigo –le contestó ella, y por supuesto a nosotros ni nos miró.   

Y así salieron juntos a la calle, caminando para el mismo lado, como si eso fuera lo más natural del mundo y se acabaran de conocer.

–Son como el bandoneón y el tango –dijo la del 4° B.

–Como Maradona y Batistuta –propuso el del 3° A.

–Como le leche y el chocolate –suspiró el de Planta Baja.

Y el del 5° C nos habló nuevamente de moléculas y polaridades, de mezclas posibles y homogéneas y otro montón de cosas de las que no entendimos ni un pepino.  

Caracoles

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Sin querer, el plan me salió redondo. A mi abuela le solucioné el problema de los caracoles. A los caracoles los salvé. Y el día terminó genial para mí.   

Claro que hubo imprevistos. Pero fueron precisamente esos imprevistos los que generaron un resultado exitoso.  

Primero: yo no imaginé que en el jardín de mi abuela pudiera haber tantísimos caracoles. Pensé que iba a sacar, como mucho, diez. Pero terminaron siendo sesenta y tres.

Segundo: los caracoles no son tan tranquilos como dicen. En diez minutos pueden hacer un desastre.

Tercero, y el más determinante de todos los imprevistos: mi mamá  entendió cualquier cosa. 

Todo empezó a la tardecita. Cuando mi abuela, como si nada, me pidió el arma homicida:

–Dame ese frasquito, Jere. El que dice “mata babosas y caracoles”.

Por supuesto,  yo me negué. Porque una cosa es quererla mucho a mi abuela y  otra muy distinta es ser cómplice de asesinato. Entonces fue cuando comenzó a explicarme que los caracoles son una plaga y que las plantas tienen derecho también a la vida y que sus rosales y que sus geranios y que blablablá.

Y en medio de todo su discurso amoroso hacia las flores pero insensible hacia los moluscos, a mí se me ocurrió la buenísima idea de buscarles otro hogar. Alguno en el que nadie los sentenciara a muerte solo por querer alimentarse.

–Te juro que me llevo hasta el último caracol, abue. Pero no los mates.

Y empecé a juntar. Al principio en un platito, pero enseguida necesité un balde. Mi abuela protestó en cuanto me vio entrar a la casa:  

– ¡Sacá de mi vista esos bichos horripilantes!

A mí en cambio me parecían simpatiquísimos con su andar gelatinoso. No paraban de moverse adentro del balde y largaban como una espuma que empezó a pintar de blanco los caparazones.

–¡Qué asco! –volvió a protestar mi abuela. Así que enganché el balde en el manubrio de la bicicleta y me fui. Pedaleé sin pensar adónde iba y mis piernas, acostumbradas a hacer el recorrido de regreso a casa,  me llevaron hasta ahí.

Estaba por meter las llaves en la puerta cuando se me ocurrió que podía llevarlos hasta la canchita donde entrenamos los domingos. Pero mis ganas de hacer pis fueron más urgentes, y entré a casa.   

Una pared blanca. Una bicicleta apoyada en la pared. Un balde colgando del manubrio de la bicicleta. Un menjunje de antenas y caparazones adentro de ese balde. Y diez minutos enteros para hacer un desastre.

Por fin, el grito de mi mamá: “¡Jeremíaaaaas!”.      

Había baba de caracol por donde miraras. Desde el paragüero hasta la tele. Y sesenta y tres caracoles sueltos por el living de mi casa, que mantenían el grito de mi mamá encendido.

 Cuando terminamos de limpiar todo aquel lío, antes de que yo pudiera decirle que enseguida me los llevaba para la canchita, ella me preguntó: 

–¿Tienen que ser caracoles? ¿No podés elegir otra mascota?

Al perro lo llamé Caracol, por supuesto. Y a los caracoles, los saludo cada domingo después del entrenamiento. Después de todo, yo tuve mi final feliz gracias a ellos.  

Cuestión de gustos

A la señorita Mabel le gustan las cabezas peinadas, las uñas limpias y las zapatillas relucientes.

Supongo que por eso no le gusto yo: mis colitas siempre están caídas, las uñas con tanta mugre que hasta yo me sorprendo y las zapatillas del cole (que son blancas) de cualquier color que se te ocurra (menos blanco).

Por eso, el día de la excursión me hizo sentar con ella en el micro.
—¡Y que no vuele una mosca! –agregó con el dedo en alto, como si yo fuera la emperadora de los insectos voladores y pudiera dominarlos con el control de mi mente.

Durante el viaje me retó por un montón de cosas que no entendí: “No te arrodilles en el asiento”, “No te pegues el chicle en el flequillo”, “No dibujes con el dedo en la ventana”.

Después, cuando llegamos al planetario, pensé que iba a salvarme de sus NO. Pero no:
“No te corras de la fila”, “no hables”, “no toques”, “no comas alfajor”. Y el más contundente de todos, él más enérgico y definitivo, el que me tuvo en capilla el resto del viaje (y ni siquiera pude enterarme de qué es eso de estar en capilla porque ni me dejó preguntar):
—¡No interrumpas cuando habla un mayor! Sigue leyendo