En una calle empedrada, cerca de Plaza Mayor, hay una casa de dos pisos. Fermín la mira. Su padre le ha contado que las grandes casas tienen un patio central, y casi siempre un aljibe.
Su padre sabe de agua, porque es aguatero y la reparte por toda la ciudad. Fermín siempre lo acompaña. Se levantan al amanecer, enganchan los bueyes al carro y después se meten en el río. A Fermín le encanta recoger el agua y llenar los baldes. Su padre le ha enseñado cómo hacerlo sin salpicar. También le ha dicho que hay que dejarla reposar, así el barro baja y el agua queda limpia. Lista para entregar.
Ahora mismo, Fermín está por llevar un pedido. Por primera vez no lo acompaña su padre, y se siente grande por eso. La casa de los Riglos está dos calles más abajo. Tiene tiempo para descansar, así que se detiene a ver la casa.
Apoya el balde frente a la puerta, y se queda pensando en el aljibe que no conoce pero imagina bien: seguro tendrá detalles en mármol y un escudo labrado.
Distraído como está, no espera que la puerta se abra de par en par. ¡Todo pasa tan rápido! Un chico, como de su edad, sale corriendo. Detrás, viene su hermana con los ojos vendados.
—¡Gallito ciego, gallito ciego! —le grita él. Y ella tropieza con el balde.
El balde que estaba rebalsando, listo para entregar. El balde que los Riglos esperaban. El balde que ahora está vacío, sin una gota de agua.
—¿Qué voy a hacer? —solloza Fermín— ¿Qué le diré a mi padre?
—Fue nuestra culpa —lo consuela el señorito.
—Repondremos el agua —promete la niña, que ya se ha quitado el pañuelo de los ojos.
Y así Fermín, por primera vez, ve un aljibe. Es de ladrillo colorado y tiene una flor de hierro en el centro.
Más tarde le contará a su padre del mecanismo para subir el agua. Y de sus nuevos amigos, que viven en la gran casa sobre la calle empedrada.