Hansel y Gretel ( versión del cuento de los Grimm)

Todo comienza en una pequeña casa, a las afueras del bosque. Es invierno, el viento se cuela por la ventana y Hansel y Gretel (los protagonistas de este cuento) se acurrucan para no sentir frío.  La voz de su  madrastra se escucha desde la otra punta:

—¡Hay que abandonarlos en el bosque!

Ojalá no estuviera hablando de ellos. Pero es la madrastra del cuento (¡ay!): le corresponde ser malvada.

Los hermanitos sienten miedo por uno, dos, tres segundos. Después, se les ocurre un plan: a la mañana siguiente,  mientras se internan en el bosque, van dejando miguitas por el camino. El plan es técnicamente bueno, así sabrán por dónde regresar.  Pero  el bosque está lleno de pajaritos. Y (¡ay!) a los pajaritos les encantan las migas.

El resultado: se quedan sin volver a casa, en medio de una noche ruidosa. Las hojas crujen bajo sus pies. Algo vuela al ras de sus cabezas. Y una respiración les hace cosquillas en la nuca.

Sin pensarlo, comienzan a correr. Corren tanto que ya casi amanece. Y por fin  llegan a una casa.

Una casa con olor a fresa, paredes de malvavisco y techo de puro chocolate en rama. Comen con  ganas, y  no ven llegar a una viejita amable que les ofrece licuado de durazno.

Pero (¡ay!) las viejitas amables de los cuentos son peores que las madrastras. Esta en particular es una bruja come-niños.

A Hansel lo encierra en una jaula y  a Gretel la pone a limpiar.

—¡Muéstrame tu dedo! —le dice a al niño cada día mientras lo llena de golosinas para hacerlo engordar. Y Hansel la engaña mostrándole un huesito de pollo (por suerte la bruja es corta de vista).

Pero  un día la mujer decide no esperar más. Y prende el horno a máxima potencia para comerse a ambos niños en la cena (¡ay!).

A Gretel le lleva uno, dos, tres segundos elaborar un nuevo plan.

—No entramos los dos en el horno —dice con tono sabihondo.

La bruja la mira (bueno, es un decir: ya dijimos que es un poco ciega).

— ¡Hasta yo podría pararme ahí dentro! – le contesta.

—A que no…

La bruja cae en la trampa. Se mete adentro del horno y eso es lo último que hace: Gretel cierra la puerta (¡pum!). Y problema resuelto.

Cuando saca a su hermano de la  jaula  llegamos al final. Lo que pasó después es un misterio. Tal vez volvieron a su casa (si encontraron el camino y, sobre todo, las ganas de volver a ver a su madrastra). O tal vez se quedaron comiendo golosinas en la casa de la bruja. La única certeza es que tardaron uno, dos, tres segundos en ser felices para siempre.

La reina de las abejas (versión de un cuento de los Grimm)

Hubo una vez, en un reino muy lejano, tres príncipes muy jóvenes. Los dos mayores no tomaban en serio las responsabilidades del palacio y, cada vez que podían, se escapaban para divertirse un rato.

El hermano pequeño, en cambio, era distinto. Cumplía sin protestar con todas sus obligaciones: por la mañana tomaba clases de esgrima, matemática y francés; salía a cabalgar por la tarde y a la noche se reunía con su padre, el rey, para estar al tanto de las necesidades de su pueblo.

Solo abandonaba sus tareas, si sus hermanos mayores demoraban en volver. Entonces, por miedo a que les hubiera pasado algo, no dudaba en salir a buscarlos. Y así sucedió aquella vez.

Los encontró en medio de un bosque, a las afueras del reino. Estaban a punto de destruir un hormiguero y, entre risas, intentaban decidir quién de los dos daría el primer pisotón.

—¡Ninguno! —dijo el hermano pequeño, haciendo notar su presencia— Dejen ese hormiguero en paz.

—¿Por qué siempre tienes que ser tan aburrido? —se quejó el mayor.

—¡Insoportablemente serio! —agregó el segundo.

Pero como sabían (en el fondo de su corazón) que su hermano serio y aburrido era, de los tres, el que tomaba mejores decisiones, optaron por hacerle caso.

Y por la misma razón aceptaron regresar al palacio, aunque no dejaron de quejarse hasta dar con una laguna llena de patos.

—¡Tengo mi escopeta aquí mismo! —avisó el mayor.

—¿Qué tal si les disparamos? —sugirió el segundo.

Pero el hermano pequeño, otra vez, se interpuso:

—¡Nadie les va a disparar! ¡Dejen en paz a esos patos!

Y aunque nuevamente lo acusaron de ser muy serio y aburrido, los mayores optaron por hacerle caso porque (en el fondo de su corazón) sabían muy bien que el hermano pequeño era, de los tres, el que tomaba mejores decisiones.

Siguieron caminando entre protestas y resoplidos, hasta que escucharon un zumbido muy intenso encima de sus cabezas. Vieron entonces un enorme panal, repleto de miel, que estaba custodiado por mil abejas.

—¡Yo quiero esa miel! —dijo el hermano mayor.

— ¡Quememos el panal, yo te ayudo! —se emocionó el segundo.

Pero una vez más el hermano pequeño los detuvo:

—¡No permitiré que destruyan el panal! ¡Dejen en paz a las abejas!

Y aunque, como siempre, lo acusaron de ser muy serio y aburrido no dudaron en hacerle caso porque sabían muy bien (en el fondo de su corazón) que las decisiones de su hermano pequeño siempre eran las acertadas.

Y hubieran seguido quejándose por horas y horas, de no ser porque llegaron a un misterioso castillo. El silencio era abrumador. Una espesa vegetación asfixiaba los muros y el aroma de un riquísimo banquete los invitó a avanzar.

Llegaron hasta el establo y vieron, con sorpresa, dos caballos convertidos en piedra. Atravesaron el patio principal y se extrañaron frente a la imagen también petrificada de dos guardias. Por último, abrieron con cuidado el portón de la entrada que, rechinando, se cerró tras ellos.

Entonces vieron a un hombrecito que, con un gesto,  les señaló la mesa ricamente servida. Y como los tres hermanos estaban muertos de hambre, no dudaron en comer lo que se les ofrecía.

Cuando ya estuvieron satisfechos, el hombrecito les habló:

—Hemos sido víctimas de un encantamiento y solo puede liberarnos una persona de su rango.

A continuación, les recitó estos versos:

Romperá el encantamiento
Aquel noble caballero
que supere las tres pruebas
que ha mandado el hechicero.
 
Deberá, pues, en el bosque
hallar mil perlas plateadas
y al fondo de la laguna
una gran llave dorada.
 
El cuarto de las durmientes
con esa llave abrirá:
y las mil perlas brillantes
a la más joven, dará.
 

—Tengo que advertirles— les dijo, por último, el hombrecito— que deberán intentarlo uno por vez. Y aquel que no consiga cumplir con las tres pruebas, quedará convertido en piedra como los caballos y los guardias que vieron al entrar.

El hermano mayor lo intentó primero. Pero solo encontró cien perlas en el bosque y, antes de que pudiera darse cuenta, su cuerpo se volvió macizo.

Siguió el hermano segundo pero no tuvo mejor suerte. Halló otras doscientas perlas antes de quedarse congelado como estatua.

Entonces continuó la tarea el más pequeño. Pero no tuvo que trabajar demasiado porque  de repente se apareció una larga hilera de hormigas, cargando las perlas que faltaban.

—Vinimos a ayudarte —dijo una de ellas— porque fuiste muy bueno con nosotras hoy.

Más tarde, el joven nadó por un buen rato en la laguna buscando la llave dorada. Pero no la encontró. Se hubiera puesto a llorar allí mismo, de no ser porque vio venir un pato que la traía en su pico.

—Te ayudo —le dijo— porque fuiste muy bueno con nosotros hoy.

Una vez en el palacio, el joven abrió el aposento de las princesas con la llave mágica. Al ver que estaban petrificadas, se desesperó. ¡Así sería difícil reconocer a la más joven! El hombrecito, que las había visto comiendo antes de ser hechizadas, creyó que era oportuno comentarle:

—La mayor comió un terrón de azúcar. La del medio, una fresa. La que nos importa para romper el hechizo, la menor, comió una enorme cucharada de miel.

Entonces, el joven príncipe se acercó a sus bocas, pero fue inútil: no sintió ni olor a azúcar, ni olor a fresas, ni olor a miel. Y una vez más se habría entregado a la tristeza de no ser por el zumbido alegre de una abeja que se posó sobre los labios de una de las princesas.

—Soy la reina de las abejas —le dijo— y he venido a ayudarte porque hoy fuiste muy bueno con nosotras. Te aseguro que esta jovencita ha comido una buena cucharada de miel antes de dormir.

Y así fue cómo el hermano más pequeño, el aburrido y el serio, logró romper el encantamiento de aquel castillo. Y al hacerlo, no solo se despertaron los caballos, los guardias y las princesas, sino también sus hermanos mayores que, atraídos por la música del salón principal, lo vieron bailando de buena gana con la princesa más joven.

Y como sabían (en el fondo de su corazón) que su hermano pequeño siempre tomaba las decisiones acertadas, no dudaron ni por un instante en unirse a la fiesta. Aunque, claro, esta vez ¡no se quejaron ni un poco!

Uno de ratones

EP_9

Mur era un ratón de lo más corriente. Sus dientes no eran ni más ni menos afilados que los del resto. No era más grande ni más ágil ni más rápido ni más inteligente. Pero estaba enamorado, y ya sabemos: el amor nos hace fuertes.

Si se hubiera enamorado de una vecina, de una vendedora del mercado, de la prima de un buen amigo, hubiera sido distinto. Pero Mur se enamoró de la princesa y, no había en toda la Aldea de Ratoneda, una candidata menos conveniente para él. El rey puso el grito en el cielo en cuanto se enteró:

—¡Qué descarado este ratón, un simple zapatero pretendiendo a mi hija!

Pero la hija no estaba tan ofendida como él. Había visto a Mur en tres ocasiones (la fiesta del queso parmesano, el Real Campeonato de Roedores Confederados y el recital de los Súper Ratones, al que había asistido sin que su padre se enterara, por supuesto). Y ninguna de aquellas veces, había podido evitar  esas cosquillas absurdas en la panza cuando el zapatero la miraba. Y hay que decir que era todo el tiempo, porque Mur no podía quitarle los ojos de encima.

El rey estaba verdaderamente preocupado por esto. La princesa no se iba a dejar convencer así nomás: aunque eran tiempos lejanos, Sourí era una ratona muy moderna. No iba a aceptar un casamiento arreglado y, dijera lo que dijera su papá, iba a casarse con el zapatero de la aldea si eso era lo que su corazón mandaba.

Así que el rey fue drástico. Había que acabar con Mur, fuera como fuera. Y, como no hay nada más letal para un ratón que un gato, contrató al mismísimo Gato Pardo.

Gato Pardo era toda una leyenda en la Aldea Ratoneda. Se decía que, de un solo bocado, se había zampado 523 ratones; que con una sola garra había cortado la cola de todos los habitantes Ratonaburgo; que en Río de Queseiro todos los ratones eran blancos por una vez que Gato Pardo los miró fijo y les quitó el color del susto.

Así las cosas, es lógico que pensemos que el rey no estuvo muy astuto. Gato Pardo terminaría con  Mus, pero con él también podía caer toda la aldea. ¡La Historia está llena de reyes como él, que vaya a saber uno por qué razón terminaron en el trono!

Como sea, un buen día llegó el temido Gato Pardo a la aldea.  Y pasó lo que se sabía que podía pasar. Comenzó por comerse a los guardias de la entrada. Y después con cada pisada fue derribando  casas en el pueblo y tiendas en el mercado.

¿Y dónde estaba la zapatería de Mur, sino en ese mercado? Pero Gato Pardo no llegó a destruirla. Era un gato de palabra y sabía que el trato era matar al ratón, y no su casa o su negocio.  Así que aulló frente a la puerta.

Ya dijimos que Mur no era especialmente valiente, pero sabía que aquella era la única posibilidad de conseguir el favor Real, así que pensando en los ojos de Sourí se sacó de encima el miedo y enfrentó al enemigo.

—Digame… ¿Busca zapatos?

Gato Pardo se mató de la risa ¿Dónde se ha visto un gato con zapatos? Como si lo hubiera escuchado pensar, Mur agregó:

—No, claro. Zapatos, no. ¡Pero a que le quedarían bien un par de botas!

—¿Un par de botas?

— Claro, no pretenderá seguir en cuatro patas. ¡Por favor! ¿Qué clase de gato civilizado con botas de cuero de dragón seguiría andando en cuatro patas?

Gato Pardo pensó en el cuero de dragón. Jamás se había cruzado con ninguno. Y le pareció linda su estampa de gato civilizado en dos patas.

Así que se las encargó, al módico precio de dejar al zapatero en paz. Y a toda su aldea. Para no dejar de cumplirle al rey, el gato le pidió a Mur que se retirara del negocio de los zapatos.

Además una hazaña como esa, la de sacarse a Gato Pardo de encima, no podía conseguirla un simple zapatero. Y esto es algo que el mismo rey corroboró al nombrarlo Sir Mur, el caballero del Queso Redondo, en una ceremonia pública y ruidosa.

—¡Ya sabía yo que solamente un noble podría pretender a mi hija! —dijo el rey satisfecho, y aceptó el casamiento.

Lástima que Sourí tenía otros planes. Porque Mur era un ratoncito simpático, ¡pero Gato Pardo! Por Gato Pardo sí que le temblaban los bigotes. Así que se fue detrás de él para otro cuento, uno que circula por un mundo distinto al de los ratones. Dicen que todavía no se han encontrado, pero Sourí tiene una pista firme: un tal Marqués de Carabás que la llevará directo al gato de sus sueños. Y vivirán felices para siempre, porque estos cuentos no pueden terminar de otra manera.

 Y ahora a dormir, Ratoneda
que espera la madriguera.
Ya habrá mañana otra historia
que me traiga la memoria…

Yeh Shen (La Cenicienta china)

Hubo hace mucho  tiempo en el sur de China una jovencita llamada Yeh Shen. Sus pies eran tan pequeños que parecían flores de loto. Y sus pasos tan suaves, que nunca se escuchaban por la casa.

—¡Siempre te apareces de repente, como un demonio! —le gritaba su madrastra. Y, como castigo,  la mandaba a preparar vino de arroz,  a peinar a su hermanastra o a buscar agua al río. Esta última tarea era la que a Yeh Shen más disfrutaba. Porque en el río vivía su único amigo en el mundo, el pez dorado.

A él le contó del Baile de Primavera. Que, por supuesto, su madrastra y su hermanastra ya estaban ahí. Que ella, en cambio, había tenido que quedarse para juntar las cerezas del huerto, (¡y que eran tantas!). Que no quería nada más que ver cómo era el baile. Que había escuchado que la plaza estaría llena de crisantemos; que habría violines de dos cuerdas y flautas de bambú, y que a ella le gustaría tanto (¡pero tanto!) estar allí.

Hasta entonces, Yeh Shen no sospechaba que su amigo era un espíritu guardián del río. Así que no esperaba de ningún modo lo que sucedió. Ni la brisa que le alborotó los cabellos, ni las mil grullas volando sobre el rosado cielo, ni la luz repentina que por instante la obligó a cerrar los ojos. No esperaba nada de eso. Sigue leyendo

¡Libre soy!

Como la reina de Arendelle, me siento libre. Ya vencido el plazo que estipulaba el contrato, y otra vez con los derechos exclusivos en mi poder, me doy el gusto de compartir un libro que me dio muchas satisfacciones y que volvería a publicar solo por el nudo en la panza que sentí cuando me citaron a hacer la corrección de galeras. Ese día supe con total certeza cuál iba a ser mi camino: escribir no era un pasatiempo, era mi elección de vida. Después de Pequeña Aldea, me animé a mandar mis textos a otras editoriales. Y fue cuando empecé a publicar «de verdad».

La manzana de Blancanieves pasa en, este emotivo acto, a ser un libro «descatalogado». Y de algún modo no sé por qué (¿será el gusto de la libertad?) yo me siento feliz. Será porque decidí que, al menos así como está, no volvería a publicarlo. O porque no está mal cambiar los escenarios. Alguna vez tuvo su vidriera (¡Sí, en la Boutique del Libro de Unicenter!) y ahora me gustaría que circule libremente por la web. Sin autorizaciones y sin contratos, mientras no haya fines de lucro (aclaro). Y si los hubiera, mándenme un mensaje privado. Que todo en esta vida se soluciona hablando.

 

Alegato del sapo

Es verdad que a Pulgarcita
aquel día la rapté,
fueran nobles mis razones
ya lo verá, señor juez.
Este sapo introvertido
es mi hijo, ya lo ve.
No es buen mozo pero tiene,
como el padre, un “no sé qué”.
Pulgarcita es tan pequeña
del derecho y el revés,
y tan linda su carita
y su cáscara de nuez
que la quise como nuera;
¿y qué mal le podía hacer
este sapo tan viscoso?
(como el padre, ya lo sé).

Pero ¿vio? quiso meterse
un cardumen en acción
y los peces se llevaron
mi pequeña adquisición.
Y seguro Pulgarcita
se lamenta del error
de escaparse de este sapo
tan viscoso ¡sí, señor!

Hambre feroz

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Cuando la seño Lidia me dio el papel del lobo feroz, no pensé que iba a resultar tan bien. Al contrario: creo que me asusté. Tener que actuar delante de todo el colegio, pararme en  medio del escenario, mostrar las garras y pegar un alarido espeluznante antes de comerme (¡enteras!) a Caperucita y a su abuela, era como demasiado.

Además, la seño Lidia es demasiado exigente. Tenés que verla cuando nos olvidamos la letra. Y que no se te ocurra tentarte en medio del diálogo porque ahí sí: sonaste. Empieza a decir que no nos tomamos nada en serio, que quién la mandó a meterse en estas cosas, y que nunca más (¡que nunca más!) dirigirá una obra en esta escuela.

La verdad es que yo el día del estreno estaba un poco nervioso. La luz me apuntaba justo en medio de los ojos y el disfraz me  daba calor (y peor cuando encima me tuve que poner la cofia de la abuelita). Así que con disimulo me corrí un poquito la máscara para poder respirar.

Y entonces fue cuando Ema, que hacía de Caperucita, se sentó en el borde de la cama y me puso su canasta repleta de muffins justo debajo de la nariz. Y a mí los nervios me dan hambre, no lo puedo evitar.

Y encima el interrogatorio: que por qué  tengo los ojos tan grandes; que por qué soy tan orejón; que por qué, que por qué, que por qué… ¡La verdad que el lobo del cuento tenía una paciencia! Yo me hubiera comido a Caperucita sin tanta explicación.

El caso es que no me comí a Caperucita, pero sí todos los muffins. ¡Todos! Y según parece, la mamá de Ema los había hecho especialmente para que los compartiéramos después de la función. Así que hay que ver cómo se puso la primera actriz. ¡Más roja que la caperuza que llevaba puesta!

Y así, sin pensar en el sermón que nos daría la señorita Lidia, Ema se salió completamente del libreto y me gritó enfurecida:

–¡Te comiste todo, nene!

Por suerte, salvé la situación. Un poco porque vi que la señorita Lidia se puso blanca de repente y otro poco para limpiar mi honor (tampoco era cuestión de que quedara como un glotón adelante de toda la escuela). Así que me ajusté la máscara, salté de la cama, me paré en medio del escenario mostrando las garras y grité:

—¡Sí, me comí todo: a tu abuelita y al nene!

Y ahí nomás la gente se empezó a reír. ¡A carcajadas! Hasta la señorita Lidia se agarró la panza de tanta risa que le dio.  Ema y yo nos miramos, y por un segundo pensé que también íbamos a tentarnos. Pero no: continuamos muy serios el resto de la función. Al final, nos aplaudieron un montonazo. Y a mí (especialmente a mí, que era el súper villano) me aplaudieron de pie.

Ese día descubrí dos cosas: que la mamá de Ema hace los muffins más ricos del planeta, y que yo quiero ser actor.

 

 

 

El caso de la bella durmiente

Ser oficial de justicia
en el mundo de las hadas
es la peor profesión
¡No se compara con nada!

Me avisan que la princesa
sufrió un pinchazo letal
¿La sospechosa? Una anciana,
que (¡astuta!) la puso a hilar.

Y claro, si las princesas
no saben qué es una aguja.
La educan como una inútil
¡Y la culpa es de la bruja!

Decime vos ¿por qué corro,
busco pruebas, investigo…?
¡Si todos duermen la siesta
y yo no encuentro un testigo!

Al final, yo preocupado
y acá, todos muy tranquilos:
hasta el rey, cuando pregunto
¡me responde con ronquidos!

Misterio en el escenario

pinocchio

 

No hubo en la historia del teatro

nunca un misterio mayor

¿Cómo ha logrado Pinocho

ser el primer actor?

 

No importa si siente miedo,

alegría o confusión

¡el pobre tiene en el rostro

siempre la misma expresión!

 

“¡Flexiona un poco las piernas!”,

el coreógrafo le indica.

Y aunque Pinocho se esfuerza,

la cosa se le complica.

 

“¡Es de madera!”, se queja

el director impaciente

¡Más vale, si el hada azul

es demasiado exigente!

 

Pero lo más complicado,

según nos cuenta una actriz,

es que repite el libreto

¡y le crece la nariz!

 

Cuestión de perspectiva

¿Quién ha dicho que es chiquito

el famoso Pulgarcito?

Yo lo he visto y me resisto

a aceptar esa verdad…

Es más bien como un gigante:

en mi mundo, un elefante.

No les miento, solo intento

contarles la realidad…

Y su voz no es un murmullo

¡si suena como un serrucho!

no me achuchen, solo escuchen

ustedes y me dirán…

Su pie causa un terremoto

¡Madre mía, qué alboroto

cuando llega y pisotea

sin razón mi dulce hogar!

¡Qué me importa que me digan

“qué chiflada está esta hormiga”!

¡Mi abogado me ha contado

del derecho de opinar!