¡Dinosaurio a la vista! (una nueva aventura de la bruja Serena)

boceto serena bruja

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Está bien: me hizo el mejor regalo de cumpleaños. Yo no voy discutir eso. Y también reconozco que tener una amiga bruja tiene un montón de otras ventajas y no aburrirte nunca es una de ellas.  Por ejemplo, no importa si se cortó la luz:

—¡Saracasam! —Y la Play sigue funcionando.

Si querés salir a jugar a la pelota y no para de llover:

—¡Saracasam!—Y tu jardín se transforma en un estadio cubierto.

Si no hay nada para ver en la tele, si ya te leíste todos los libros de la biblioteca y no tenés ganas de jugar a ningún juego de mesa:

—¡Saracasam! ¡Saracasam! ¡Saracasam! —Serena te transporta a un estudio de televisión, te mete adentro de un libro policial y convierte el living de tu casa en un enorme tablero de ajedrez.

¡Ah, sí: tener una amiga bruja a veces puede ser genial!

Pero solo a veces.

Porque también tenés de los otros días. De esos en los que te decís a vos mismo:

—Decime, Fausto: ¿quién te mandó a sentarte con Serena el primer día de clases?

Bueno, en rigor la que me mandó a sentarme con Serena el primer día de clases fue la señorita Laura. Pero antes del primer recreo, ya éramos mejores amigos y de eso solo fuimos responsables Serena y yo. ¿Cómo iba a imaginarme que un tiempo después se iba a convertir en una bruja hecha y derecha, de esas que pueden volar por la estratósfera con una auténtica escoba de bruja y hacerte aparecer en plena escuela un gato con un cangrejo jugando al tejo adentro de un espejo? (Ah sí, los hechizos de Serena, para que funcionen, tienen que rimar).

El caso es que, sin duda, el martes anterior a mi cumpleaños fue uno de esos días difíciles. De esos en los que ser amigo de Serena se vuelve más riesgoso que hacer un recorrido de turismo aventura. ¡Y no exagero!

Porque Serena será una amiga increíble, la más fantástica rimadora que la poesía haya conocido jamás, la bruja más divertida de todo Francisco Álvarez, pero tiene las ideas más aterradoras del planeta. Y algo todavía peor: la magia para hacerlas realidad.

A ver: a mí me gustan los dinosaurios, claro. ¿A qué chico no le gustan los dinosaurios? Además, soy un experto indiscutido en el tema. Por ejemplo, sé que el iguanadón se alimentaba de arbustos y árboles pequeños. Que el staurikosaurus corría sobre sus patas traseras y usaba la boca como un látigo para atrapar a sus presas. Que los saurópodos tenían el cuello tan largo que la comida les llegaba al estómago 30 segundos después de que la tragaran.

Y sé también lo más importante del asunto: de los carnívoros tenés que desconfiar. ¿Pero de qué te sirve toda la sabiduría del mundo si tenés una amiga que, además de bruja, es cabeza dura? Ni te molestes en discutir con Serena: no importa lo que le digas, siempre hace lo que ella quiere.

¡Y ese día quiso un Tyrannosaurus Rex, nada menos! El que ataca con las mandíbulas abiertas, tritura en dos segundos los huesos más largos que te imagines y sacude a sus presas con el movimiento vertiginoso de una montaña rusa.

Así que se imaginan el resto: nosotros volando en la escoba (que será todo lo auténtica y llamativa que quieras, pero es más lenta que mi bicicleta) y el Tyranosaurus, a los mordiscos, queriéndonos cazar.

Y llevándose por delante los árboles del boulevar.

Y rompiendo las calles a cada paso.

Y aplastando los autos.

Y doblando los postes de luz.

Y arrancando los semáforos.

Y partiendo al medio el puente de la autopista.

Así que cuando vi que Serena no hacía otra cosa que matarse de risa ignorando por completo el peligro real al que estábamos expuestos, me propuse intervenir.

Primero, por supuesto, probé lo más fácil:

—¡Saracasam! —grité cerrando los ojos. Pero está claro que el brujo no soy yo: el dinosaurio seguía soplándonos la nuca.

Entonces busqué una solución más adecuada a mis habilidades. Di un salto arriba de la escoba y quedé mirándolo frente a frente. Debo decir que sus doce metros de longitud me parecieron kilómetros, y que sus dientes (¡ay, sus dientes!) tenían el largo de mi propia altura.

Y entonces, claro, se me acabó toda la valentía y la agarré a Serena de los pelos.

Resultó bien: aterrizamos dos segundos después de que el Tyrannosaurus se enredara dentro del hechizo que lo mandó de vuelta a su lugar. Y hubiera seguido enojado con Serena por los siglos de los siglos, de no ser porque al otro día me trajo el mejor regalo de cumpleaños que nadie me haya dado jamás.

Aunque mi mamá no está tan de acuerdo con eso. Supongo que no le gusta que Mussi (es un Mussaurus, ni lo digan: soy un zoquete inventando nombres) se coma todas las plantas del jardín. El otro día, cuando lo vio comiéndose el último jazmín que quedaba en el cantero, me preguntó muy seriamente:

—Decime, Fausto: ¿quién te mandó a sentarte con Serena?

Estuve a punto de decirle que la señorita Laura, pero me callé: no hay que ser brujo para darse cuenta de que algunas preguntas es mejor no contestarlas.

Y como el cuento se está acabando

Fausto y Serena se van volando

¿Será en escoba o en dinosaurio?

¡Nadie lo sabe por este barrio!

 

 

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